jueves, 16 mayo 2024
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Escrito en una servilleta: El secreto del recuerdo

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"Ese es el secreto del recuerdo: saber remediar los olvidos": René Martínez Pineda.

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Por René Martínez Pineda.

¿Cómo entender el hecho de que añores la fatalidad insomne en la que subviviste, hasta el punto de creer en un chino falso sin aturrar la cara? ¿Cómo explicar el ocio de que recuerdes el nombre de mil artistas y no sepas quién fue tu bisabuela y cómo hablaba a señas con el cielo? ¿Cómo es posible que recuerdes el nombre de un perfume que no puedes comprar, y hayas olvidado el olor de la tierra donde enterraste el ombligo y a tus muertos? ¿Cómo desandar el conjuro que te hace capaz de memorizar cien números telefónicos y olvidar los años en que la sangre se evaporó en silencio? ¿Cómo definir el trance que te hace creer la mentira de los que vivían de tu luto? ¿Cómo comprender la magia que hace que un niño desnutrido y drogado haga malabares perfectos con seis naranjas podridas sin soltar el bote de pega?

Hasta no hace mucho, yo creía que el olvido era un túnel sin salida; una noche indeleble; un ataúd cerrado visto desde adentro; una ceguera ensayada; una sombra voraz; un pozo sin fondo… pero, sólo se puede olvidar un recuerdo porque sólo la luz puede tejer sombras. En la oscuridad intocable del olvido, hay siluetas borrosas cuya vida cabe en un canasto; duendes hundidos; huesos mil veces enterrados y retoñados como flor de fuego; lugares secretos donde el amor crece en una cruz de palo de jiote; soles sonámbulos que llenan el patio con su milagro ardiente; rincones donde llora el niño bueno que perdió a su papá a manos de los criminales; tradiciones culturales que no agachan la cabeza. Sin embargo, en la oscuridad del vientre materno se creaba la vida a pesar de la anemia luctuosa.

Hasta no hace mucho, yo creía que el olvido era una venda ansiosa de ojos; una miopía social; unas manos suplantadoras de párpados; un eclipse impasible. Sin embargo, sólo se puede tapar lo que existe, por la misma razón que sólo se puede olvidar lo vivido. Tras las manos cegadoras, está el recuerdo de la niña que jugaba conmigo a que adivinara su olor a picardía inolvidable; la huella digital cercenada del que hizo de la lucha su secreto mejor guardado; el tugurio acre donde el amor y el odio dependen del cansancio o la borrachera; las manos precarias las abuelas que ensayan caricias furtivas en medio de una masa de muertos que respiraban.

Hasta no hace mucho, yo creía que el olvido era como el eterno silencio de la estrella más remota. Sin embargo, el silencio es la conciencia del sonido, su eco rabioso, el mayor de sus escándalos, por la misma razón que el olvido es el silencio del recuerdo. En el silencio del olvido, deambulan los gritos del dolor que perdió su vida en un maletín negro; los quejidos de los muertos por los que estamos vivos; el golpe seco del plomo victimario; el retumbo del pecho que sufrió la agonía de ser, sin existir; la sinfonía patética del llanto de las víctimas; el canto del pájaro aterido que, por dignidad, no se reproduce en cautiverio; el tronar de dedos de las madres en cada tiempo de comida; el rezo oportuno de la mujer que ahuyenta las fiebres con cruces de saliva; el crepitar de la semilla celeste que se reinventa a sí misma.

Hasta no hace mucho, yo creía que el olvido era como una cicatriz en el cerebro; una herida sin sangre; un surco estéril; un acantilado sin río. Sin embargo, sólo puede haber cicatriz donde hubo una herida copiosa y primitiva, por la misma razón que el olvido es el fósil del recuerdo. En la cicatriz del olvido, hay ruinas de hazañas con techos agujereados; surcos de tierra donde se asomaba la risa del desaparecido; rajaduras de adobe desde donde miran los utopistas; vestigios de una vida muerta a la que no hay que volver; alegrías esperando turno en la peregrina de la memoria, esa memoria que nos recuerda que debemos impedir que el pasado sea presente.

Hasta no hace mucho, yo creía que el olvido era como una playa desierta donde iban a morir los barcos. Sin embargo, la playa es el testimonio húmedo de cómo el mar le hizo el amor a la roca, por la misma razón que el olvido es el residuo del recuerdo no recordado. En la playa desierta del olvido germinan tortugas y huellas apasionadas que no le temen a la desnudez del pezón; se ocultan tesoros públicos ávidos de manos públicas; encallan las olas para conmemorar los pies descalzos del pescador que juega fútbol con sus sueños; nace la ilusión del navegante sin mapa; se inventan formas de dormir despierto.

Hasta no hace mucho, yo creía que el olvido era como un túnel, una venda, un silencio, una cicatriz, una playa desierta, una maldición eterna. Sin embargo, sólo es un sueño inestable; un parpadeo; una huella en busca del pie; un laberinto en busca de su centro; una pausa de la palabra para adquirir conciencia de sí. El olvido es el silencio del neonato antes del primer grito que nos dice que el olvido sólo es posible cuando existen recuerdos. Ese es el secreto del recuerdo: saber remediar los olvidos; volver a recordar que quiero hacer del país un mejor lugar para que la flor conviva con el aroma sin miedo a ser privatizada; para que el chorro del jardín ajeno sea descaradamente público y me quite la sed cuando, con mis amigos del alma, venga de jugar a reinventar el país, sólo porque sí; sólo porque recuerdo que el recuerdo es mejor que el olvido en el paisaje de febrero. 

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René Martínez Pineda
René Martínez Pineda
Sociólogo y escritor salvadoreño. Máster en Educación Universitaria

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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