Por René Martínez Pineda.
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En el país que, poco a mucho, estamos dejando atrás como se deja un mal sueño; en este país pobre que fue empobrecido por tantos corruptos, y corruptitos, que eran los voceros oficiales de la “democracia perfecta” de los cementerios violentos como pozo; en este país, donde el ofendido nunca tenía su turno, los únicos que tenían derechos humanos eran los victimarios, pero, como designio inapelable y radical, a todo cuche le llega su febrero de voz sobresaliente.
Este país que las libélulas odiaban, y que hoy podemos reinventar restándole olvidos a la memoria, seguirá siendo posible si seguimos creyendo que el derecho humano más importante es el derecho a soñar, a ser locos, a ser tentados por el mismísimo diablo de las transformaciones, a hacer milagros gigantescos, y el más grande de ellos es el milagro de la memoria que, espontánea, se abre como la flor del poema de amor de Roque para rascar -con uñas y lágrimas y metáforas- las lápidas con muertos ausentes. Pero no se puede hacer milagros si tenemos miedo de alucinar que hay humedad y frío hasta en la música, por creer que eso es un pecado mortal que tiene como penitencia que nos crezcan pelos en la mano.
¿Y si al despertarnos, con un júbilo matutino palpable, alucináramos un poquito antes de tomar el café que nos trae de vuelta al mundo de las banderas sin derecho a cansarse? ¿Es acaso contracultura y es malo tener tentaciones antes de levantar la cobija de piedra que eligió la esperanza, y poner el primer pie en la luna del nuevo continente que va más allá de la artritis crónica del vecindario? ¿Qué tal si jugamos a ser matadores taurinos implacables, e hincamos en el lomo de la vieja sociedad los ojos de los que saben que es difícil no morir, hasta que la bestia se retuerza de dolor y purgue todas sus culpas, una a una, a dos? ¿Qué tal si antes del último bostezo de la concreta verdad que salió del fuego de las urnas, soñamos más allá de la pulcra ignominia del lobo enfermizo, para construir, en la tierra, el castillo de una vida mejor?
¿Y si al asomarnos por la ventana sin rostro, las calles no contienen el oscuro mar que blasfema de hambre, y las lámparas del alumbrado público están a salvo del llanto que nace muerto… o se suicida en una esquina sospechosa mientras lee un libro de sociología que no comprende? ¿Y si, poseídos por el demonio de la conciencia, alucinamos que el único miedo que tenemos es el miedo a no ser audaces en el sueño de pisar, sin albures, el territorio de los ángeles depravados que desvisten utopías para hacerlas mundanas y táctiles? En las fábricas, las mercancías no producirían obreros en serie, y los relojes marcadores serían horripilantes piezas del museo del vómito en ayunas; en las grandes mansiones los perros encadenarían a los dueños, los castrarían a las 5 con 5 de la tarde, les colgarían en el cuello nombres humillantes, y les darían de comer lo mismo todos los días; en las calles, los semáforos le darían luz verde a las ilusiones de futuro de los niños, y le pondrían un alto a la roja murmuración de las máscaras de los diputados que perdieron su maletín negro cuando se les acabó abril; la televisión dejaría de hablar de amores hediondos a falsa leche en polvo, y su pantalla dejaría de ser el paraíso prometido de la familia; las redes sociales no harían las veces de la abuela desalmada de la Cándida Eréndira, y todo contacto humano sería piel a piel; la gentecita no sería expuesta, en su fragilidad, en los centros comerciales que ridiculizan su salario en las vitrinas que son pompas de jabón que no sabemos llorar: ¡aproveche, hasta 60 meses para pagar su licuadora de dos velocidades!
¿Y si al despertarnos las cosas fueran al revés y nosotros, el pueblo de drásticas tipografías, hubiésemos escrito la Constitución y hubiésemos inventado el país sin monstruos de seda azul correteando, con los huevos al aire, por las calles y los curules? Si fuera así, el país sería una réplica de Tlazoltéotl, y no habría ateos, ni célibes, ni penitentes, ni mártires santos lapidados por la traición de lo pétreo, siempre iríamos a misa bien peinados y olorosos a panela, y la desnudez sería una virtud capital que no apelaría a la mentira para decir que tiene hambre de justicia carnal, no de imaginaria zarza ardiendo en la casa de los ricos y los religiosos pedófilos y pedorros de manos grises.
¿Y si reclamamos el derecho a hacer milagros y caminamos sobre el agua de la historia futura sin banqueros cínicos, ni alcaldes con barberos idóneos y guardaespaldas? ¿Y si, por la mañana, el noticiero no mostrara un nutrido desfile de payasos corruptos con imprecaciones sin fondo y con muchos fondos en el banco que saliva sin miedo al embargo? ¿Y si, al despertar, fuese obligatorio ponerse veintidós vacunas en el ombligo para no contraer la rabia de la corrupción? Todo será distinto si reclamamos, como nuestro, el derecho a hacer milagros, porque a partir de ese momento el paraíso terrenal tendrá cuatro patas de madera y platos ajetreados, y el “no robarás” no será un mandamiento, será un requisito para salir a la calle.