Por Gabriel Otero.
Soy un tipo de gustos simples, alguien normal, un hombre de 58 años que escribe desde los 16 y percibe el mundo de otra forma, entre cóncava y convexa, sin duda, todos lo distinguimos de manera diferente, unos tienen una visión torcida como un cuerno dirigido a la luna o del lado contrario, acaso hacia el centro de la tierra.
La trayectoria sirve para guardarla en archiveros, no me interesa lo hecho hace 35 años sino lo que estoy por hacer en este momento. ¿Qué objeto tiene aferrarse al pasado? Eso mata al porvenir, lo seca, el asunto es reinventarse cuando sea necesario. A algunos les encanta que su cadáver sea exhibido en un sarcófago con la puerta abierta y por alguna estúpida nostalgia regresar donde comenzaron, vaya despropósito, no hay peor lugar para matar la creatividad.
No comprendo a la gente que se siente ungida por las musas por haber escrito un par de poemarios, breves como plaquettes o cuadernitos artesanales, decía David Escobar Galindo, que un libro debe literalmente sostenerse para considerarse como tal. Tenía razón, su paralelismo además de jocoso resultaba ilustrativo, se refería también al peso de la palabra, a su fuerza, a su capacidad de estar de pie.
El ego es peligroso, magnifica la proyección de uno mismo, siempre hay que desconfiar de los gazapos, las primeras versiones de un verso. Ahí ves a los jóvenes poetas de cuatro décadas en encuentros internacionales leyendo desde un celular, con voz de profeta, sudorosos y mal vestidos, sin personalidad propia, dándose aires de Arthur Rimbaud y Vicente Huidobro de haberle proporcionado frescura al lenguaje, lo peor es que todos suenan igual, es terrible cómo derrochan la palabra en textos larguísimos ¿escucharán lo que escriben? ¿o son simples enumeraciones y adjetivos? ¿y la música? Hasta el llamado verso libre necesita cadencia, ritmo y rigor.
El oficio se forja leyendo y reescribiendo, analizar lo que otros hicieron, estudiar técnica, estilística y preceptiva literaria, y no insuflarse por publicaciones sabatinas esporádicas, o por los aplausos de amigos que se ríen de nuestras bufonadas con pretensiones de performance.
Y cuando no se tiene nada que decir es mejor el silencio, quedarse callado en las profundidades de la soledad, y pensar en la paciencia de las estalactitas y estalagmitas para irrumpir el paisaje.
Y luego volver a escribir como alguien normal*.
*Texto para el Día Nacional de la Poesía en el Salvador.