Un voto nos hace olvidar que somos ciudadanos de tercera en un país de cuarta gobernado por políticos de quinta. Asunto interminable de degradaciones y pretendidas representaciones, ellos dicen que son de los nuestros pero la verdad es que no son de nadie.
El voto, tan solo un voto, es ingrediente insustituible para renovar la mediocridad cada trienio, quinquenio o sexenio, el tiempo sí importa cuando el país es rebasado por los caprichos del partido y la estupidez correligionaria.
El voto, tal vez, algo menos de un voto, es aliciente de la ilusión individual, producto de la manipulación mediática, de que la situación algún día cambiará y no necesariamente para el bien del territorio nacional sino todo lo contrario.
El voto, es eso, sólo un voto, que no sirve absolutamente de nada sino se garantiza un marco de justicia y equidad y se limita el poder de los abusivos regulares.
Un voto es causa de alucinación colectiva, los diputados serán siempre diputados, becarios profesionales, personificaciones de la voracidad funcional enarbolando banderas propias sin rendirle cuentas a alguien. Por eso, no nos quejemos de querer pedirles la renuncia a los Padres de la Patria dos minutos después de tomar posesión de su cargo.
El voto y la mitad más uno legitiman un sistema en el que se pierde de forma invariable: la participación ciudadana en las elecciones no implica la renovación de los elegidos, las serpientes aunque cambien de piel son perennemente serpientes.
El voto es un supositorio adormecedor de la voluntad de las masas, ¿qué se ganará con la democracia? La idea de elegir aunque no existan opciones porque todas son variaciones de lo mismo.
El voto es nada más y nada menos que un voto, derecho prescindible en las tiranías, voluntad adquirida en abonos por mañosos programas de gobierno, deber cívico devaluado por el actuar de los políticos.
Un voto es lo que tanto se robaron los militares y nadie se acuerda, un voto es el que anulamos o nos abstenemos de emitir porque no basta para reinventarse.