Ser “libres” de decir lo que pensamos no significa ni garantiza que seamos escuchados. El Salvador lleva años sumergido en el fango ideológico del nacionalismo que nos obliga a creernos afortunados por poder “decidir”, expresarnos y vivir en una “democracia” que sabe a raspón en la rodilla: incómoda, todavía doliente y con riesgo de infecciones.
El pasado 16 de marzo, el vicerrector de Proyección Social de la UCA, Omar Serrano, publicó un artículo en el que hablaba sobre sus particulares proyecciones sobre el nuevo gobierno electo de Nayib Bukele. Serrano usó algunos elementos para adelantar ideas sobre el rumbo que la gestión del nuevo mandatario puede tomar. Ninguna de esas ideas parece descabellada, pues son todas prácticas ya conocidas por los salvadoreños en los anteriores gobiernos.
Sin embargo, algunas personas consideraron que el artículo no era “apropiado”, que quizá no apoyaba sus convicciones ideológicas o partidarias y se dieron a la tarea de denunciarlo en las redes sociales, específicamente en Facebook.
Como herramienta “democrática”, Facebook escuchó el “clamor” de los ofendidos y decidió sancionar a la página de la UCA por esa publicación, impidiendo que el vínculo del artículo sea compartido por ninguna persona en su red social por considerarlo “inapropiado”. La democracia funcionó, ¿o qué fue eso?
Nace la necesidad de preguntarse, ¿qué pasa cuando el derecho de algunas personas actúa como grillete para anular los de otros? ¿Quién triunfa? ¿Es democrática la censura si la “mayoría” la exige?
El pensamiento crítico y la búsqueda intelectual de propuestas no deberían ser vistos como amenazas ni por los actores (criticados) ni por sus simpatizantes. La violencia ideológica es una herencia de la guerra que debemos abandonar para construir una verdadera democracia participativa.
Los partidos y actores políticos (incluido el presidente de la República) son sujetos públicos y como tales deben crear y propiciar espacios para la crítica y la construcción de alternativas. La ilusión de ser seres axiomáticos debe quedar atrás, junto a los egos personales, la soberbia y la búsqueda de protagonismo oportunista.
La mala imagen que deja el FMLN en la opinión pública tras dos gestiones en el Gobierno es consecuencia de creer que sus políticas no podían ni debían ser cuestionadas. Es como la fábula a contar a las futuras generaciones sobre lo que no debe hacer un gobierno que diga representar a los marginados y desprotegidos.
Acá es donde entra el verdadero rol de la libertad de expresión en la democracia: exigir espacios donde la crítica y la formulación de soluciones sean respetadas y alimentadas por quienes ofrezcan opiniones y propuestas desde la academia y sociedad civil (dado que otros sectores como el empresarial ya han tenido bastante voz en las últimas décadas).
Las paradojas políticas en la era digital son tan variadas como los vacíos legales para legislar lo que en dichas plataformas sucede. Toca a los ciudadanos mantener la guillotina en la plaza para recordar a los funcionarios cuál es su trabajo, y no para usarla contra quienes intentan advertir del iceberg…