Por Gabriel Otero.
Cuando éramos jóvenes, escuchar a Madonna para muchos de mi generación les resultaba un gusto vergonzante (culposo le dirían hoy), y más para los asiduos del tianguis del Chopo que llegábamos los sábados a intercambiar los discos que nos aburrían y así explorar lo desconocido. Llevar un acetato de ella era una llamada al buleo, pero intercambiar el disco Still Life de los Rolling Stones con la introducción de Duke Ellington por el primer y único larga duración de Madonna, era un sacrilegio y el colmo de la fresez.
Así fue como escuché a Madonna por primera vez, era imposible obviarla, la música de su primer disco era pegajosa como chicle y utilizaba los instrumentos esenciales de la década: la caja de ritmos, el sintetizador y el bajo, coronados con una voz juvenil que se desnudaba en cada canción.
¿Cómo no estar enamorados de ella? Rubia, cabello corto al cuello y ojos azul-grisáceos como el mar embravecido, irrumpió para ocupar el trono junto a mujeres icono de principios de los ochenta, ella era la reencarnación de Marilyn Monroe con pulseras de hule en los brazos, encajes negros en las manos, un gran moño en la cabeza y justo debajo de su ombligo, endiosado por los fanáticos, una hebilla enorme con las palabras Boy Toy, algo que escandalizó a las feministas de la época por su significado, “juguete de niño”, ergo juguete sexual, ella se asumió así porque así lo quiso acorde a sus intereses.
Nada es imposible de imaginar para un adolescente de 17 años que tenía pretensiones literarias y una colección considerable de discos, entre Girls Just To Wanna Have Fun de Cindy Lauper y Burnin Up de Madonna existían océanos de diferencia y tesituras, pero fue con Borderline que ella se reveló como la novia que todos queríamos tener.
En el video de Borderline, ella aparece bailando con un grupo multirracial de muchachas y muchachos debajo de un puente de Los Ángeles, ahí la descubre un fotógrafo y le deja su tarjeta, su novio se encela y le reclama a empujones.
En las imágenes siguientes ella aparece en el estudio de él posando para la cámara en un vestido de olanes que parece de sevillana y disfruta de romances efímeros, en las tomas subsecuentes ella regresa a su barrio y al punto de reunión de su grupo de amigos a los billares del Restaurante El Guanaco, adonde servían comida mexicana y salvadoreña.
Su novio la rechaza y un día él ve sus fotos en la portada de una revista en español en un kiosco de periódicos, las tomas vuelven al estudio del fotógrafo, en esta sesión se le ve a ella pintando grafitis y corazones en la pared y al carro del fotógrafo, quien amenazante le señala la mancha de pintura. La historia visual tiene un final feliz cuando ella vuelve a que su novio la ame y le enseñe a jugar billar en el restaurante El Guanaco.
Madonna me acompañó desde entonces, como a millones de nosotros, eso sucedió hace 41 años.