martes, 10 diciembre 2024

Boleto para el infierno

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“La Culebra” le arrancó el vestido a manotazos y le violó frente al cadáver de su esposo. “No te mato sólo porque te llamas Juana: Marvin Galeas.

La mañana del 23 de enero de 1962, dos sujetos tocaron a la puerta de la casa número 1402, de la Segunda Avenida Norte de San Salvador. Manuel de Jesús Navarrete abrió. Los hombres dijeron ser inspectores de la compañía del alumbrado público. “Necesitamos hacer unas verificaciones”, dijeron y entraron.

Dentro de la casa, Juan Antonio Centeno Martínez, alias “La Culebra” y Miguel Ángel Torres Ramírez, alias “El Zorro”, amarraron de pies y manos a Navarrete. Le preguntaban dónde estaba el dinero, mientras le golpeaban a puñetazos. No había respuestas. Enfurecido, Juan Antonio Centeno Martínez cogió una varilla de hierro y golpeó con violencia extrema la cabeza de la víctima.

En segundos, la ropa de los asesinos, el piso y las paredes de la casa se impregnaron de sangre y pedazos de seso. “La Culebra”, mientras cometía el brutal crimen, tenía un extraño rictus en la boca, que semejaba una sonrisa siniestra. Manuel de Jesús Navarrete murió con el cráneo destrozado.

Minutos después, mientras los criminales fumaban y buscaban dinero y prendas de valor, entró en la casa Juana de Navarrete. Ese día se había levantado temprano para ir al mercado de San Miguelito. No había terminado de cerrar la puerta, cuando fue tomada por la fuerza por “El Zorro”. Le obligaron a ver el cadáver de su marido. Allí estaba en medio de un charco de sangre. La señora emitió un grito desgarrador y se le descompusieron los nervios.

“La Culebra” le arrancó el vestido a manotazos y le violó frente al cadáver de su esposo. “No te mato sólo porque te llamas Juana. Tuve una dama que así se llamaba. Mi nana y mi hija se llaman Juana. Así que te salvaste”, dijo “La Culebra”, mientras se subía los pantalones. Se fueron. En la casa quedaron un cadáver y una mujer violada… muerta en vida.

El 20 de marzo de 1970, un tribunal de conciencia halló culpables del delito de homicidio, robo y violación a Centeno Martínez y a Torres Ramírez. El juez Cuarto de lo Penal, Manuel Rafael Reyes, emitió la sentencia: 30 años para “el Zorro”. “La Culebra” sería pasado por las armas. Al oír la sentencia, Centeno Martínez no se inmutó. Su boca esbozó una sonrisa siniestra, como quien había comprado un boleto para el infierno.

El doctor Carlos Guerra, quien señaló la fecha y el lugar de la ejecución, pensó lanzar una señal ejemplarizante. Dio la orden para que se permitiera que el fusilamiento fuera cubierto ampliamente por la prensa y que además se invitara a la mayor cantidad de gente posible. Miles de personas recibieron pases especiales.

La tarde del 20 de agosto de ese año era calurosa y tranquila. En la penitenciaría, poco antes de salir para el polígono de tiro de la Policía de Hacienda, Centeno Martínez contó a un grupo de periodistas que el día del crimen había bebido guaro hasta perder la cabeza. “Como estaba borracho, no supe lo que hice”, dijo. Cuando los periodistas se fueron, se sumió en un profundo silencio y se puso a fumar para esperar el encuentro con la muerte.

A las dos de la tarde de ese día, millares de personas habían abarrotado el polígono de tiro. Las autoridades se colocaron en una tribuna especial. El público invitado fue ubicado a unos 300 metros del paredón. En las afueras había ventas de paletas, carnitas, agua en bolsa y viseras para cubrirse del bravo sol de enero.

Cerca de las 4:00 de la tarde se escuchó el aullar de una sirena. “Ya lo traen”, dijo una voz. “La Culebra” entró tranquilo en el polígono. Vestía una camisa blanca y un pantalón oscuro. Se había recortado el bigote y engominado el cabello. Caminó al patíbulo, se detuvo frente a una monja y le dijo, sarcástico, “rece por mí, madrecita”. Por el lado poniente entró el pelotón de la Guardia Nacional, bajo el mando del teniente René Oswaldo Majano Araujo.

El bachiller Ernesto Parada, secretario del Juzgado Cuarto de lo Penal, notificó los elementos de la sentencia. Es lo que se conoce como “el último pregón”. Centeno Martínez no quiso vendas. Se paró firme frente al pelotón de fusilamiento. Cinco guardias se arrodillaron. Cinco quedaron de pie. Siete fusiles tenían balas de verdad.

Cascos blindados, polainas negras, fusiles G-3 y arneses de cuero, mentón tenso y mirada inexpresiva, los guardias eran la viva imagen de los mensajeros de la muerte. A las 4 de la tarde con 47 minutos, el teniente Majano Araujo gritó: “Preparen”, y Centeno Martínez mira a los guardias sin parpadear. “Apunten”, y Centeno Martínez esboza su macabra sonrisa. “Fuego”, y Centeno Martínez se dobla, vuela por los aires como un guiñapo y parte, quizá, con su boleto para los infiernos.

Un desgarrador grito, nadie supo de quién, rompe nuevamente el silencio embarrado todavía por el eco de los siete unísonos balazos. Y la tarde se queda petrificada para siempre en tonos de sangre y sepia.

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Marvin Galeas
Marvin Galeas
Periodista, escritor, editor, guionista de cina, publicista; exguerrillero, y colaborador de ContraPunto
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