Por René Martínez Pineda.
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La corrupción es un hecho sociológico, más que penal; es más sociocultural, que moral, y es algo colectivo que se expresa en lo individual. Afirmar que la corrupción hay que tratarla sociológicamente, implica abordarla en su contexto histórico, en tanto parte oscura de las relaciones sociales que son, al final, relaciones de poder. En ese tipo de relaciones, el poder oscuro de la corrupción se ejerce en el laberinto de la institucionalidad, debido a que, siendo actos personales, son carne de lo colectivo. De ahí que cambian los nombres y las caras de los implicados, y cambia el nombre de los partidos, pero todos ellos, sin distingos, juegan la misma partida: la de la corrupción. Ahí van de la mano los Alfredo, Rodolfo y Mauricio robando con altanería, como si nos hicieran un favor; allá van, con cara de yo no fui, los Salvador, Pablo, Christian y Antonio, robando sin hacer bulla. Y es que, detrás de un gran nombre que no cuadra con la cara, hay otras caras que no cuadran con los nombres, aunque el gentilicio es el mismo.
Decir que la corrupción es un hecho sociológico, es salir del campo ético-personal, mirar de lejos el proceder jurídico-penal, y asumir que la corrupción es una acción social solapada socialmente (al no remediarla o soportarla con cristiana resignación) y, por ello, tiene causas y efectos sociales que se disfrazan de mitos: la corrupción es un problema de los países pobres y de los pobres; los ricos no necesitan robar (lo que llamo “Síndrome Cristiani”), y este mito es la coartada para privatizar los servicios públicos para “librarlos” de la corrupción e incompetencia.
Sin duda, la corrupción se vuelve compleja a medida que se actualizan sus versiones clásicas (enriquecimiento ilícito, peculado, desfalco, malversación, fraude, soborno) para perfeccionar una institucionalidad que fue diseñada para la corrupción e impunidad, y patentar nuevas formas de corrupción (la extorsión es un ejemplo). Esa actualización la ha llevado a tomar fuerza en ámbitos que están más allá de los gobiernos (el clima de impunidad y violencia lo propiciaba o invisibilizaba), siendo algunos de esos ámbitos: las empresas -de todo tipo-, los sindicatos, los gremios populares, los bancos, las organizaciones no gubernamentales, los clubes de fútbol (el caso de los amaños es su versión, desde los jugadores), los periódicos, las iglesias, las universidades privadas, entre otros.
Plantear que la corrupción es un hecho sociológico -incomprendido en lo penal que sólo castiga, si acaso castiga- es proponer que se investiguen sus efectos políticos (gobernabilidad focalizada en los partidos y basada en negociaciones lóbregas) y, sobre todo, sus efectos sociales en millones de personas (más que ponerle números a cada delito), efectos que provocan miles de muertes indirectas e impactan, negativamente, en la moral social y la institucionalidad democrática (siendo su más peligroso caballo de Troya), razón por la cual la corrupción debería ser considerada un crimen de lesa humanidad.
Ahora bien, el fenómeno de la corrupción es mutante y complejo, y no puede ser analizado sólo como presencia o ausencia de la institucionalidad democrática, o algo exclusivo de la moral personal, pues es un hecho sociológico que debe castigarse en términos personales desarticulando las redes colectivas que lo avalan-reproducen. De ahí que, en estos tiempos de reinvención del país, es urgente recurrir a una sociología de la corrupción que proponga un constructo teórico que permita conceptualizarla, yendo más allá de lo descriptivo (el qué, cómo y cuándo) para arribar a lo explicativo (el por qué y para qué), ya que, de esa forma, se harán visibles y prevenibles los factores que la reproducen en términos culturales, y se podrá relacionar la acción delictiva con las estructuras sociales que la posibilitan y encubren.
Y es que, a lo largo de los treinta años del bipartidismo, la institucionalidad fue hecha a imagen y semejanza de los corruptos constitucionalmente impunes, cuya coartada perfecta fue el clima de violencia que hacía que el pueblo no la viera como su problema principal. La institucionalidad, en el contexto del neoliberalismo, se fue convirtiendo en algo meramente instrumental y ajeno, lo que llevó a instrumentalizar, también, los valores y principios políticos, de cara a mercantilizarlos en un Estado patrimonialista que era una fuente de movilidad social y enriquecimiento rápido (el maridaje del dinero con el poder), para acceder a los bienes que el mercado ofrece a destajo y que no se pueden obtener sólo con los salarios devengados, por altos que sean (bienes que van desde usar ropa cara hasta comprar bienes de lujo convirtiendo al sujeto en objeto, y al objeto en sujeto), y eso llevó a cosificar y pudrir a los políticos de ese entonces, quienes, lógicamente, tienen sus herederos ocultos (la ceniza de la corrupción), esos que se cuelan en los partidos ganadores a fuerza de comportamientos serviles que, más temprano que tarde, se traducen en ansias de sentirse lejos del modo de vestir y vivir del pueblo.
Hay que enfatizar el hecho de que la institucionalidad democrática, la persecución oportuna del corrupto, y el contar con un liderazgo positivo, como el de Nayib, no garantizan, por sí solas, que no habrá corrupción, sino que es necesario construir, desde el Estado, una nueva personalidad social fundada en la solidaridad orgánica, que es la única que puede contrarrestar la presencia de los corruptos. Lo mismo se puede decir de la ausencia de oportunidades sociales como factor de la corrupción (los que roban con el argumento de que lo hacen por necesidad), y eso ha quedado demostrado en El Salvador, ya que muchos de los corruptos han sido personas con bastantes -o al menos aceptables- recursos económicos. Al respecto, recordemos a Cristiani, Funes y Saca, por mencionar los más célebres.
En ese sentido, la corrupción es un hecho sociológico, en tanto es una acción social que se lleva a cabo cuando se tiene poder (no importa el peso mayor o menor de éste), razón por la cual los actos más perversos son aquellos en los que la corrupción es el aprovechamiento de los bienes públicos para fines privados (la empresa privada disfraza, con otros conceptos, los actos de corrupción que la caracterizan, cuando no son los corruptores). Siendo así, la corrupción es una acción social ilícita, ilegítima e inmoral, que responde a intereses particulares y necesidades específicas de quienes la ejecutan (sean esas necesidades del estómago o del imaginario consumista), la cual necesita de alguna estructura o cuota de poder en los espacios normativos de la institucionalidad del Estado (los que robaron desde la silla presidencial y los que hacen desde la diminuta silla de una jefatura gubernamental o municipal).
Considerando lo anterior, se emprendió una guerra frontal contra la corrupción, debido a que un país reinventado demanda, para ser duradero, de una moral social coherente con ello. Al respecto, Nayib fue enfático: “yo no quiero ser recordado como un ladrón, entonces, yo no robo… yo no voy a ser el presidente que no robó, pero se rodeó de ladrones”. El tamaño y prestigio mundial del liderazgo del presidente no se va a ensuciar solapando corruptos y corruptitos, vengan de donde vengan. ¿Les quedó claro?