miércoles, 11 diciembre 2024

Vivirán para siempre

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El 28 de octubre de 1980, el ingeniero Félix Antonio Ulloa viajaba en el vehículo que le había asignado la Universidad de El Salvador; él era su rector. No aceptaba ni motorista ni personal de seguridad; si atentaban contra su vida, no quería más víctima que él. Pero en esa ocasión, por razones del destino, conducía Francisco Alfredo Cuéllar quien fue cosido a balazos por un escuadrón de la muerte que lo confundió con el verdadero objetivo; este último recibió solo dos proyectiles y falleció al siguiente día. Eran tiempos terribles para quienes se oponían dentro del país al régimen represivo militar y a quienes, no siempre desde las sombras, eran sus amos en el “feudo”.

Entre las muertes “famosas” de ese año, estaban la de Mario Zamora en febrero y la de monseñor Óscar Romero en marzo. El primero, dirigente democristiano y procurador general de pobres; el segundo, de sobra conocido. Asimismo, están las matanzas de seis dirigentes del Frente Democrático Revolucionario en noviembre y de cuatro religiosas estadounidenses en diciembre. Tales atrocidades, hasta la fecha cubiertos por el manto de la cobarde impunidad, ocurrieron en un país donde ‒según el Socorro Jurídico Cristiano‒ en 1980 fueron ejecutadas por agentes estatales 11,903 personas de la población civil no combatiente; en 1981, esa terrorífica cifra creció hasta alcanzar 16,266 víctimas mortales.

En medio de ese incontenible desangramiento, los “tambores de guerra” sonaban ensordecedores y está inició el 10 de enero de 1981. No hubo grupo poblacional, entre sus mayorías populares, que no sufriera por las salvajadas ocurridas antes y durante el conflicto armado. En el caso del docente, según la Asociación Nacional de Educadores Salvadoreños ‒ANDES 21 de junio‒ entre 1980 y 1992 fueron asesinadas, desaparecidas y exiliadas 850 personas que trabajaban en dicho ámbito; a los anteriores patrones de violencia, habría que agregar las detenciones arbitrarias y las torturas. En general, la persecución política contra este sector esencial para el desarrollo del país venía ocurriendo desde mucho antes; dos profesores, por ejemplo, fueron asesinados durante una huelga del mismo en 1971.

“El día del maestro ‒denunció monseñor Óscar Arnulfo Romero el 22 de junio de 1979‒ se celebrará este año en un clima de violencia y terror que ya ha cobrado numerosas víctimas en las filas del magisterio y mantienen en la inseguridad y la zozobra a muchos educadores […] Mi pensamiento va también a ustedes, maestros, a quienes la amenaza y la intimidación impiden vivir y trabajar en paz […] Es de justicia, pues, que las autoridades competentes investiguen a fondo los atropellos contra los maestros para sancionar a los responsables y garantizar el respeto a los derechos del magisterio”. Esos hechos ocurridos antes y después de ese mensaje, al igual que los sucedidos en perjuicio de estudiantes universitarios y de secundaria, nunca fueron investigados y así permanecen hasta la fecha.

En conjunto, pues, buena parte de nuestra sociedad fue sometida a ataques sistemáticos contra el “núcleo duro” de sus derechos desde la década de 1970 hasta el final de la guerra, realizados en su mayoría por agentes estatales pero también por grupos guerrilleros. En ese marco, fueron asesinados dos rectores universitarios por fuerzas gubernamentales; uno de ellos el ingeniero Ulloa y el otro el jesuita Ignacio Ellacuría.

El artículo 7 del Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional considera crímenes de lesa humanidad “cualquiera de los actos siguientes cuando se cometan como parte de un ataque generalizado o sistemático contra una población civil y con conocimiento de dicho ataque”: asesinato; exterminio; esclavitud; deportación o traslado forzado de población; encarcelación u otra privación grave de la libertad física en violación de normas fundamentales de derecho internacional; violación, esclavitud sexual, prostitución forzada, embarazo forzado o cualquier otra forma de violencia sexual de gravedad comparable; persecución de un grupo o colectividad propia fundada en motivos políticos, raciales, nacionales, étnicos, culturales, de género […], u otros motivos universalmente reconocidos como inaceptables con arreglo al derecho internacional […]”.

La muerte violenta del rector Ulloa es, entonces, un crimen de lesa humanidad por ser él parte de la población civil y pertenecer “a un grupo o colectividad propia” ‒el sector docente‒ que fue atacado sistemáticamente durante largo tiempo. Asimismo, debe ser considerada como un magnicidio entendido como el asesinato “de una persona importante en política por su cargo o poder”. En este caso, la víctima era la figura jerárquica principal en la estructura de la máxima casa de estudios superiores salvadoreña.

A casi cuatro décadas de la ejecución del ingeniero Ulloa, en compañía de Francisco Alfredo Cuéllar, hoy los tenemos presentes para mantener vigentes las palabras de este rector mártir: “Dichosos los pueblos que recuerdan a sus muertos, pues ellos vivirán para siempre”.

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Benjamín Cuéllar Martínez
Benjamín Cuéllar Martínez
Salvadoreño. Fundador del Laboratorio de Investigación y Acción Social contra la Impunidad, así como de Víctimas Demandantes (VIDAS). Columnista de ContraPunto.
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