lunes, 13 mayo 2024
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Por Benjamín Cuéllar

Compañero Hugo Torres,
en memoria

En El Salvador de la posguerra, ¿hubo avances en materia de justicia? Sí y no. De hecho, al respecto he tenido satisfacciones y sinsabores a lo largo de las tres décadas transcurridas luego de que –tras la firma del Acuerdo de Chapultepec– cesaron los combates militares entre fuerzas gubernamentales y guerrilleras, independientemente de lo que pretendan hacer creer a quienes no los vivieron o sufrieron; también las prácticas sistemáticas de graves violaciones de derechos humanos ejecutadas, lo acepten o no, por ambos bandos. De ese claroscuro mencionaré dos ejemplos entre los innegables resultados positivos; además, plantearé las que pienso fueron causas medulares para que estos comenzaran a surgir y finalmente me referiré a la regresión continuada de los mismos desde el 2021 hasta la fecha.

Sobre lo primero, comienzo recordando que en mayo de 1993 solicitamos a la Sala de lo Constitucionalidad –entonces presidida por Mauricio Gutiérrez Castro, de ingrata recordación– expulsar del cuerpo normativo nacional la recién promulgada y mal llamada Ley de amnistía general para la consolidación de la paz. Además de derrotar esa infamia contra las víctimas de las bestialidades sucedidas en el país antes y durante el conflicto bélico, al presentar dicha demanda también pretendíamos tomarle el pulso al nivel de compromiso del sistema de justicia en relación con la ruta a transitar para superar la impunidad. Rápidamente nos dejaron claro lo segundo al declarar, en apenas nueve días, improcedente tal pretensión.

Luego pasó un buen tiempo que aprovechamos para abonar el terreno a fin de alcanzar nuestra meta primordial; promovimos pues la organización en la base, las conmemoraciones anuales de fechas emblemáticas y otras acciones diversas dentro y fuera del país. Y veinte años exactos después de la aprobación de esa afrenta parlamentaria, el 20 de marzo del 2013, acudimos nuevamente a la Sala de lo Constitucional para que la mandara al carajo. Lo conseguimos el 13 de julio del 2016, pues sus integrantes no eran más aquellos rancios magistrados que manosearon a su antojo nuestra carta magna para fortalecer la iniquidad estatal ni quienes los sustituyeron –salvo alguna honrosa excepción– durante los siguientes años.

Los altos jueces nombrados en el 2009 le dejaron bien elevada la vara a quienes ocuparon sus vacantes en el 2018, en cuanto a democratizar la justicia constitucional. Y, debe decirse, se continuó mejorando. También ocurría lo mismo con la independencia judicial; una de sus muestras notables fue la férrea oposición de la judicatura a la aplicación de la “ley antimaras” de Francisco Flores, tras decretarse en octubre del 2003. Pese al berrinche presidencial, las y los jueces no se plegaron a sus dictados electoreros con base en los respectivos principios constitucionales.

Frente a este par de experiencias positivas, opino, deben ubicarse tres razones principales para que tuvieran lugar: la capacitación del plantel de jueces después de la guerra, la experiencia que adquirieron en el ejercicio de sus cargos y las expresiones sociales críticas, valientes y exigentes del respeto de los derechos a la verdad y la justicia.

Gloria y Mauricio García Prieto son ejemplos vivientes de lo último. Desde junio de 1994, tras el asesinato de su hijo a manos de un escuadrón de la muerte, iniciaron su lucha contra la impunidad. Así, lograron enjaular a dos de sus ejecutores materiales y condenar al Estado en la Corte Interamericana de Derechos Humanos por no investigar la autoría intelectual en el crimen, aunque la historia nunca absolverá a quien lo ordenó pese a que la podredumbre del sistema lo protegió insolente e impúdicamente. Igual que la masacre en la universidad jesuita, esta investigación debería continuar en el radar fiscal pues –como se apuntó– existe un fallo vigente del tribunal regional ordenando investigar, juzgar y sancionar a todos los responsables. 

Lo poco o mucho conquistado en el funcionamiento judicial tras la guerra, de manera inmisericorde el actual régimen comenzó a fustigarlo desde su llegada y a desmontarlo progresivamente a partir del 1 de mayo del 2021. Ello, en medio de un entramado de lealtades dudosas y traiciones ambiciosas como las que apenas comienzan a asomar dentro de la aplanadora legislativa y la sometida corte “celestial”. A final de cuentas sus protagonistas –parafraseando a lo que reseña Saviano– son solo peones de “una partida de ajedrez” montada por “quienes se enriquecen” a su costa, haciendo que se coman “unos a otros hasta que nadie pueda hacer jaque mate y solo quede una pieza en el tablero”: la del “rey”, al que le valen madre las reglas como en Nicaragua…

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Benjamín Cuéllar Martínez
Benjamín Cuéllar Martínez
Salvadoreño. Fundador del Laboratorio de Investigación y Acción Social contra la Impunidad, así como de Víctimas Demandantes (VIDAS). Columnista de ContraPunto.

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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