Este 9 de septiembre habría cumplido 91 años de vida,… pero se la truncaron hace cuatro décadas; exactamente, el 29 de octubre de 1980. Un día antes, a unos metros de la Universidad de El Salvador, acribillaron el vehículo que transportaba al rector de la misma: el ingeniero Félix Antonio Augusto Ulloa. La mayoría de los disparos, más de medio centenar, impactaron la humanidad de Francisco Alfredo Cuéllar. ¿Por qué? Pues porque su acompañante, quien solía viajar solo en su auto y sin escoltas, esa vez le pidió trasladarlo en el carro asignado a su despacho. Por ello, la criminal confusión. Así, el rector únicamente recibió dos balazos: uno en la mandíbula y otro en el tobillo. El conductor falleció allí; el pasajero durante la madrugada siguiente, producto de un infarto tratado inadecuadamente.
El anterior es, en síntesis, el escenario de otro magnicidio ocurrido en El Salvador de aquella época; hecho que, sin lugar a dudas, constituye un crimen contra la humanidad al ser ‒según el artículo 7 del Estatuto de Roma‒ un asesinato ejecutado en el marco “de un ataque generalizado o sistemático contra una población civil y con conocimiento de dicho ataque”.
El exterminio gubernamental se intensificó ese año mediante el accionar de los cuerpos de seguridad militarizados, la Organización Democrática Nacionalista ‒ORDEN‒ y los escuadrones de la muerte. Estos últimos fueron calificados por la Comisión de la Verdad como “los instrumentos más atroces de la violencia que conmovió al país durante los últimos años”; en buena medida se encargaron de la eliminación deliberada y constante de dirigentes y líderes políticos, religiosos, académicos, magisteriales, profesionales, sindicales, campesinos y demás, junto a integrantes de organizaciones populares y simpatizantes de las mismas.
Una de sus víctimas fue el ingeniero Ulloa. Antes habían asesinado ‒entre muchas otras‒ a Mario Zamora, procurador general de pobres; Roberto Castellanos, dirigente del partido Unión Democrática Nacionalista; Mauricio Barrera, directivo sindical; monseñor Romero; Rodolfo Antonio Chamorro, alcalde municipal de Quezaltepeque; los médicos Carlos Ernesto Alfaro, Miguel Ángel García, José Calixto Benítez y Raúl Pino; Cosme Spessoto y Manuel Reyes Mónico, sacerdotes; Jaime Suárez y César Najarro, periodistas; y María Magdalena Henríquez, de la Comisión de Derechos Humanos de El Salvador.
Esos hechos fueron registrados por el Socorro Jurídico del Arzobispado de San Salvador, organismo pionero en la región que reportó ‒de mayo a diciembre de 1980‒ casi 6500 ejecuciones entre la población civil no combatiente. No fueron las únicas, pues muchos familiares de otras víctimas directas no sabían de la existencia de esa oficina, no tenían el dinero para trasladarse a la ciudad capital ‒en donde estaba ubicada‒ o no querían ser una víctima más por atreverse a denunciar.
Pasaron ya 40 años del atentado criminal en su contra y el rector mártir continúa vigente. Igual que los de otras figuras públicas de la época inmoladas en pleno salvajismo oficial, su caso es denuncia perenne de las atrocidades ocurridas. Es, además, símbolo de entrega en favor de los intereses de las mayorías populares; entrega forjada desde la conciencia de la injusticia y el necesario compromiso real de combatirla. Pero también su actualidad es innegable, al reclamar la Universidad de El Salvador los archivos militares y de los cuerpos de seguridad que en repetidas ocasiones violaron las instalaciones y la autonomía de la única alma mater pública; archivos entre los cuales se reclaman los relacionados con el magnicidio del ingeniero Ulloa y que, al igual que los de la masacre de El Mozote y sitios aledaños, son negados por el Gobierno actual.
Se debe hablar de un magnicidio, sí, pues, al momento de ocurrir este crimen de lesa humanidad Félix Antonio Augusto Ulloa no solamente era la cabeza de la Universidad de El Salvador; también se desempeñaba como presidente del Servicio Universitario Mundial y había sido electo vicepresidente ‒sí, vicepresidente‒ pero de la Asociación Mundial de Universidades. Era, pues, una “persona relevante por su cargo o posición institucional” cuya existencia física fue interrumpida con su muerte premeditada y violenta, en medio de lo que la Comisión de la Verdad encerró en una discutible palabra: “locura”.
“De la locura a la esperanza” tituló su informe. Así como lo ocurrido en el país durante las décadas de 1970 y 1980 no fue ningún desvarío sino una barbarie, hoy nadie puede ni debe llamarse a engaño: a estas alturas no hay muchas razones que sostengan aquella esperanza que sí, en serio, brilló al finalizar la guerra. Pero no por eso, hay que “tirar la toalla”. Sobran ejemplos que nos guían en el esfuerzo por rescatarla y volverla de nuevo un acicate para transformar radicalmente el actual estado de cosas nacional. Uno es el de Félix Antonio Augusto Ulloa. “Dichosos los pueblos que recuerdan a sus muertos, pues ellos vivirán para siempre”. Eso afirmó el rector mártir de la Universidad de El Salvador y, por eso, hoy lo recordamos para que viva por siempre.