A mediados de 1524, Pedro de Alvarado y Contreras emprendió la conquista de los territorios del señorío de Cuscatlán con más de un centenar de españoles y con miles de indígenas tlaxcaltecas, cholulecos, mexicas, acolhuas, mixtecas, entre otros, conocidos genéricamente como “mejicanos” y mencionados en los documentos históricos como “indios auxiliares” o “indios conquistadores”. El mismo Alvarado describió en sus cartas de relación el papel que jugaron estos guerreros, y la bravura de los defensores de este territorio conocidos posteriormente como “pipiles”.
Luego de la fundación y la refundación de la villa de San Salvador, en 1528, la zona se convirtió en un centro de operaciones militares destinada a apaciguar las constantes insurrecciones pipiles, y al igual que Almolonga (posteriormente Ciudad Vieja, en Guatemala), la villa de San Salvador tuvo un nutrido barrio de mejicanos que servía a la vez como destacamento auxiliar.
Estos “puestos de avanzada” no fueron exclusivos para Guatemala y San Salvador. Según Pedro Escalante Arce, en su libro Los tlaxcaltecas en Centro América (principal fuente de consulta para este texto) existieron asentamientos similares en la antigua villa de La Trinidad de Sonsonate y en la villa de San Miguel de la Frontera, así como en la actual Comayagua, Honduras. Las relaciones de confianza y supervivencia entre españoles y mejicanos fue tan estrecha que incluso el primer matrimonio documentado en nuestro país fue entre el español Francisco Castellón y Catalina Gutiérrez, una mestiza de madre mixteca.
Estos “indios conquistadores”, cuyo fin era poblar y resguardar la zona ocupada, contaron con algunos privilegios a diferencia de los nativos sometidos: recibieron la categoría de caciques, nunca fueron sujetos a repartición de encomienda alguna entre españoles, y conservaron cierta autonomía social y económica por algún tiempo.
Luego del traslado de San Salvador al Valle de las Hamacas, en 1545, el barrio de los Mejicanos se estableció al norte de la actual capital, lugar donde aún perdura. Para 1740, la descripción del alcalde Manuel Gálvez Corral mencionó la existencia de 213 indios tributarios en la villa de los Mejicanos. En 1770, el arzobispo Pedro Cortés y Larraz, en su Descripción geográfico-moral de la Diócesis de Goathemala, documentó un total de 1746 habitantes. Para 1807, el intendente Gutiérrez y Ulloa en su Estado general de la Provincia de San Salvador, contabilizó “1800 almas que cultivan maíz, caña dulce y brava”.
Para finales del siglo XIX, podríamos decir que la personalidad de Mejicanos ya se había diluido totalmente: su cercanía con San Salvador y su abundante comercio y destino de paso atrajeron a nuevos pobladores y personajes. En un informe municipal del 24 de noviembre de 1860, se establece lo siguiente: “…los primitivos del pueblo conservan idea, que el nombre de Mejicanos significa lugar de refugio en que se situaron los tlaxcaltecas fugitivos de México, comprobando los vestuarios que los antiguos usaban, llenos de colores y alegorías bordadas y el idioma que hablaban y que ahora han olvidado es el náhuat”.
En la actualidad, el municipio de Mejicanos cuenta con 140,751 habitantes, y sus principales actividades económicas son la industria y el comercio. A excepción de su escudo, que contiene la figura de un indígena sosteniendo una mazorca de maíz, poco o nada hace referencia a su pasado tlaxcalteca: ni una calle, ni un parque, ni siquiera un mural o una tienda. El desconocimiento de esta trascendencia histórica en sus propios habitantes parece más que evidente: sin Mejicanos, jamás hubiese existido San Salvador. Es decir, sin el apoyo de sus principales aliados, nuestra ciudad capital probablemente nunca se hubiese establecido ni prosperado como lo hizo a través del tiempo.
El próximo año podría ser un buen momento para proyectar nuestro municipio como un referente histórico y cultural, no sólo a nivel nacional, sino a nivel internacional. Dicha proyección podría alcanzar incluso hasta el hermanamiento con el Estado de Tlaxcala, México, y acercar ambas ciudades.
Es necesario reconocer y promover la particular ascendencia de nuestro lugar de origen. Divulgar documentos históricos como el Lienzo de Tlaxcala, por ejemplo, sería reafirmar la importancia de nuestro pasado innegable, un pasado indígena que contribuyó a nuestro presente mestizo, producto de la unión de sangre europea, africana e indígena, tanto lenca, pipil como tlaxcalteca.
¿Estarían dispuestas nuestras autoridades municipales a potenciar esta iniciativa?
Me gustaría pensar que sí.