Por René Martínez Pineda.
Hablar de fútbol es, literalmente, una fría tortura al corazón que se convierte en un incendio con las llamas de los goles mágicos, porque la cancha es, para los salvadoreños, el Macondo en el que los dioses de la pelota se parecen a ellos, que son sus mortales adoradores, sus mundanos pregoneros, su guarda flamas, sus feroces hinchas hasta que la muerte los separe. Hablar de fútbol es hablar de la alegría del pueblo, la que es transmitida de generación en generación como fidelidad innegociable y vitalicia a un solo equipo, pues el fútbol es la versión carnal de la religión que tiene un dios único; es un inenarrable placer colectivo más grande que la simple sumatoria -uno a uno- de los aficionados, quienes son lo único sagrado, debido a que el fútbol es comportamiento social sui géneris que se adoba con la receta de los panes “mata-niños” y el olor embriagante del incienso teologal de la carne asada de perro callejero, ¡debe ser callejero!, porque en la calle es donde surge lo mejor del mundo-fútbol.
Hablar de fútbol es una alegría que tiene mucho de tristeza y una tristeza que tiene mucho de alegría, paradoja que nos hace soportar los fraudes recurrentes de los directivos sin perder la pasión, sin manchar el uniforme que siempre se ve impecable en el engramado; es descubrir, a lo doce pasos, que el universo de los sueños drásticos cabe en una pelota; es recobrar, durante noventa minutos, la identidad personal en el “sol general” (el Vietnam de los pobres) y acentuar el sentido de pertenencia más allá de las ideologías, las religiones y las traiciones, porque hacen de la cancha su nación interina.
Después del pitazo final del primer partido de la selección nacional, en septiembre de 1921 (perdimos 7 a 0 con Costa Rica), al futbol se le impuso la metáfora de la corrupción, y la cancha se trazó, en el área chica, como una maquila de resultados amañados tutelados por las apostadoras, los dueños de los equipos y los presidentes de las federaciones de fútbol, convirtiendo a los aficionados en peones de la publicidad y víctimas de los actos de corrupción, tal como la “sobreventa de boletos. De inmediato, la FIFA haría del deporte su mundo feliz; se pervertiría el motivo esencial del deporte: jugar sólo porque sí; se privatizaría a los jugadores para venderlos -como quien vende pupusas- en sumas exorbitantes que huelen a dinero lavado; y, para terminar de joder, la transmisión de los partidos sería una cuestión decidida por las multinacionales: si pagas, puedes ver.
En los años en el que el fin del siglo se manejó como una ineludible profecía del colapso, el fútbol llegaría también a su fin, sin colapsar, a costa de la vida de los aficionados que mueren en las estampidas de los boletos falsos. Y entonces, ganar en la taquilla sería más rentable que ganar en la cancha, criminalizando, así, la deliciosa locura de jugar con la ilusión sin fines de lucro de cuando niños, ilusión en la que el tiempo no es pesado porque camina al ritmo de los jugadores que hacen magia con los pies y convierten la cancha en un tablero de ajedrez. Y es que la cancha -engramada o polvosa- es el mejor lugar para probar la veracidad de la teoría de la relatividad de Einstein sobre las distintas velocidades del tiempo, al mismo tiempo.
En ese trance de lo sublime del placer a lo grotesco del mercantilismo que provoca muertes sin victimarios, el fútbol fue convertido en un distracción virtual en la que los actores no son los jugadores, sino los propietarios que son hinchas del dinero, no del equipo; y los aficionados de hueso colorado que se asolean durante horas, mueren bajo estampidas propiciadas por la corrupción de la sobreventa de boletos (factor detonante de las tragedias) o aguantan lluvias torrenciales con tal de ver a sus ídolos, y en las graderías o “la lomita” se convierten en piedra hasta que se da el pitazo inicial, y se ponen la máscara de espectadores sin huellas digitales que los identifiquen, debido a que el fútbol se “fabrica” para que sea una realidad plana e inodora -una realidad que no es realidad-, y no para sentirlo en la profundidad del alma que deambula por la realidad real, y sólo se permite jugar al fútbol si es patrocinado generosamente por una empresa; si está acreditado por su Celestina: la FIFA; y si es autenticado por la soberanía de la corrupción que le saca tarjeta roja a todo aquel que -con una gambeta fuera de este mundo, y del otro, que hace estallar todo el estadio- se salga de las sagradas escrituras y tesituras que afirman que el capital creó al fútbol a su imagen y semejanza usando las costillas de los jugadores y los ojos marítimos de los aficionados que son tan fieles que siguen creyendo en él aún después de conocer sus amaños y a los mañosos impunes que han impuesto una cultura del desborde mortal de aficionados (factor precipitante de las tragedias).
Pero, los aficionados nunca son los culpables culturales de esas tragedias, son sus víctimas y, si no tenemos claro eso, vamos a seguir reproduciendo la impunidad y avaricia de los malos dueños de los equipos.
Por todo eso, resulta difícil no ver al fútbol como una parábola de la religión o un símil en pequeño de la época de la criminalidad, ya que esos dos territorios son cruentos campos de batalla de la identidad utopista que se refugia en el imaginario popular, en los que se enfrentan soldados que son más devotos que los guerreros de la santa inquisición. Siendo así, para amar el fútbol y comprenderlo como hecho sociológico hay que sentirlo, practicarlo, sufrirlo y gozarlo en cuerpo y espíritu, ya sea como jugador o como aficionado, porque sólo de esa forma vamos a ponerle fin a la impunidad que lo pervierte… y entonces el pueblo recuperará el deporte más hermoso del mundo y lo podrá disfrutar junto a los niños.