Para muchos, quizá usted sea uno, el fin del proselitismo significó un respiro ante la alta dosis de toxinas contenidas en buena parte de los mensajes de los candidatos en contienda, generada por diversos elementos. Uno fue el período de duración establecido en la ley electoral.
“Siempre ha sido así”, dirá alguien; eso no es nuevo, dirá otro. Sí, es cierto. Pero el hecho de que así sea “siempre” no debe condenarnos. El silencio electoral está diseñado para que el votante “reflexione su voto”, dijo una magistrada electoral. El asunto es que las opciones sobre qué reflexionar no han sido necesariamente las más sanas; sobre todo cuando se usa el odio como un arma de comunicación política.
Con el surgimiento de decenas de sitios- no medios- satíricos, los que propagan noticias sin contexto, con una sola fuente, y con dardos claramente cargados, junto a infinidad de redes sociales, troles, similares y conexos, Internet se convirtió en un salto al vació que dejó a nivel de juego las peleas territoriales por los que pintaban y pegaban propaganda en las paredes, postes, puentes, piedras y todo aquello que no opusiera resistencia.
Esa saturación informativa contó con grandes amplificadores, que se convirtió en una imponente orquesta que silenció a la categoría de pequeño silbato los esfuerzos de algunos medios por privilegiar información que permitiera que el voto sea consciente: “eso no importa, el voto es emocional, “dicen algunos. Y otros agregan que es aburrido insistir en propuestas, en programas. Bueno, algo hay de cierto, pero no es excusa para usar el odio como arma de comunicación política.
A este panorama se le suma la descalificación automática del adversario, los insultos, las provocaciones, la propaganda negra dirigida a destruir al oponente, la falta de debates. Una extensión de la postguerra que reflejó que el interlocutor- para unos candidatos más, para otros candidatos menos- no era el pueblo, el soberano, sino el rival- aunque en este contexto- predominó la lógica bélica del enemigo a vencer.
Desde la elección de 1994 el país ha orbitado cada cinco años en campañas en las que han aparecido fantasmas, ilusiones y actos de hipocresía dirigidos a explotar las emociones: la pérdida de las libertades, lo mejor está por venir, la conversión del país en otra Cuba; la llegada del cambio, jurando sobre una Biblia, los abrazos a ancianos… cinco elecciones después, esta quizá es la suma de todo lo malo y negativo de la previas, que configuró un escenario de desinformación masiva.
El drama es que de los cuatro aspirantes que durante el período legal de proselitismo han impulsado o fueron anuentes con expresiones de agresividad y belicosidad, unos más que otros, saldrá quien asumirá la presidencia de la República el 1 de junio próximo. Gobernará hasta el 2021- casi dos años de su período con una Asamblea Legislativa ya definida. Deberá impulsar acciones concretas para muchos problemas, pero contará con pocos recursos. Por citar uno casi inmediato, el fin del Estatus de Protección Temporal a los salvadoreños en Estados Unidos. Deberá tender puentes, pactar acuerdos por consenso, y actuar como un estadista.
Es una realidad que no puede evadirse. Es una necesidad para hacer frente a los graves problemas que afronta el país; por cierto, el de menor crecimiento económico, con elevados niveles de criminalidad y que se da el dudoso honor de contar en la post guerra con tres expresidentes cuestionados por desviar para su propio beneficio y de terceros fondos públicos. ¿Después de la campaña, viene la calma?