Hoy han sido numerosas y variadas las opiniones sobre un hecho histórico que marcó un antes y un después para El Salvador. Pero lo que quedó atrás y lo que se vino tras el 16 de enero de 1992, hace ya cinco lustros, no fue parejo. De ahí que, pasados los años, hayan sido diversos los juicios y balances al respecto.
Gobernantes asistentes a la firma del Acuerdo final de paz, declararon que iniciaba una “nueva etapa” nacional; auguraron la ampliación de “horizontes de bienestar común” con democracia y respeto de los derechos humanos. El secretario general de la ONU habló del final de una “larga noche” y anunció una “nueva era”; quedó atrás, dijo, un “país profundamente perturbado” y “asolado por la violencia” durante más de una década.
Alfredo Cristiani pidió ver al futuro, “único sitio” dónde edificar el anhelado país “grande, prospero, libre y justo”. ¿Brillante? Solo había tiempo para “trabajo”, “reconciliación” y “paz”. Schafick Handal reivindicó el turno de la nación, asumiendo “el protagonismo de su propia transformación”. El fallecido expresidente Francisco Flores dijo, diez años después, que entonces “dejamos de retroceder”.
Tras cinco lustros de aquel 16 de enero, mi balance es más modesto; quizás más molesto. Lo resumo en tres bailes al son de una politiquería barata y bajera.
Primero está el vals “Democracia y paz”; letra y música plasmadas en los acuerdos firmados por la linda pareja de la época: Gobierno “arenero” y exguerrilla “efemelenista” que, desde el salón imperial del Castillo de Chapultepec, encantó al mundo. Tendido a sus pies, este aplaudía frenético.
Luego se nos vino encima el “perreo” partidista en la pista del Salón Azul legislativo. Con gana de joder al sempiterno rival ‒relamiéndose y contoneándose entre pasos indecentes y roces obscenos‒ se rozaban nuevas parejas antes impensables, brindis por lo alto y zancadillas por lo bajo dedicadas a saquear el país.
Finalmente está el striptease o estriptís en el "tubo" de Casa Presidencial. Nada sensual y asquerosamente vulgar, completado por la “derecha-derecha” durante veinte años y en proceso de completarse desde hace siete años por la “izquierda-derecha” ‒casi lo completó ya‒ mostrando la patética fealdad de ambos cuerpos politiqueros, desencantadores e impresentables, a pesar de los esfuerzos del mejor cirujano de Naciones Unidas. Así se desnudaron uno y otro partido, destapándose a cual mayor ordinariez y ante sonoros, indignados y justificados chiflidos…
¿Qué nos queda? ¿Seguir soportando tan decadentes espectáculos por veinticinco años más? No. ¡Por favor! Este pueblo, el del beato Romero, debe despertar y organizarse, demandar, luchar y lograr los cambios profundos para alcanzar el bien común. No es lo mismo el “buen vivir”, ojo, que el bien común. El primero puede ser para unos pocos vividores; el segundo debe ser para toda la población. Es su derecho constitucional.
Nuestro buen pastor y mártir dijo que “un pueblo desorganizado es una masa con la que se puede jugar; pero un pueblo que se organiza y defiende sus valores, su justicia, es un pueblo que se hace respetar”.