Gobierno e insurgencia comenzaron la guerra el 10 de enero de 1981; el 16 del mismo mes pero en 1992, pactaron su paz. En este 2019, pues, se cumplieron 38 años de lo primero y 27 de lo segundo. En el gastado acto oficial de ocasión, semejante a los realizados de 1993 al 2018 sin importar el partido de Gobierno, recurrieron de nuevo al cuento de “Alicia en el país de las maravillas”. Según Salvador Sánchez Cerén, El Salvador muestra una “institucionalidad eficiente” para proteger y promover “los derechos humanos, la defensa territorial y la soberanía nacional”. Por eso, se aplica justicia y se garantiza la seguridad pública. En serio, eso dijo.
¿De cuál fumó el amanuense del mandatario que va de salida con la más baja aprobación entre sus predecesores? ¡Y qué predecesores! Porque para el nivel de desastre en que estamos, todos contribuyeron; no obstante, cada 16 de enero todos también hablaron del “modelo salvadoreño” mundial al acordar el fin del conflicto entre dos bandos que combatieron entre sí y de paso ultrajaron ‒sucia e impunemente‒ la dignidad de una población civil no combatiente que no les importó ni antes ni durante la guerra, pese a que proclamar que luchaban por su bienestar. ¿Por qué, entonces, les iba a importar después?
“Genera una preocupación los altísimos niveles de homicidios dolosos, los cuales han mantenido una cifra promedio de siete mil doscientos once por año entre 1995 y 1997”. Así finalizaba el segundo párrafo del “Diagnóstico de las instituciones del ramo de seguridad pública”, elaborado por el Consejo Nacional de Seguridad Pública (CNSP) por ser el ente creado al inicio de la administración Calderón Sol para asesorar al titular del Órgano Ejecutivo en la materia.
Bajo ese mandato produjo tal documento que publicó en febrero de 1998. ¡Hace más de dos décadas! De haber asumido de buena fe el seguimiento de sus recomendaciones, seguramente no se tendría una institución policial cuestionada en su credibilidad ‒como ahora‒ desde la perspectiva del respeto de los derechos humanos dentro y fuera de la misma ni asediada por organizaciones criminales.
Esperaría que, como hace veinte años el CNSP por los 7,211 “homicidios dolosos” promedio, las autoridades estatales estén altamente preocupadas hoy por las condenables ejecuciones sumarias de quienes deben garantizar la seguridad ciudadana. En menos de veinte días de enero, las víctimas sumaban diez asesinadas y tres heridas; también habían ultimado familiares de policías, dos soldados y tiroteado la delegación de tránsito terrestre. ¿De qué país habló, entonces, Sánchez Cerén?
Además, entre las ficciones que le redactaron afirmó haber avanzado significativamente “en la erradicación de la pobreza y la desigualdad, y en el respeto a los derechos ciudadanos y la equidad social, con oportunidades para todos, procurando que nadie se quede atrás”. Esta última frase debe ser quizás, seguramente, una de las más repetidas en la caravana que ese mismo día de enero integraron centenares de personas que ‒¿quién sabe por qué?‒ iniciaron su partida de un “país referente” como este. ¿Qué no están bien acá, pues?
“A nivel internacional ‒afirmó Sánchez Cerén, cual negado “encantador de serpientes”‒ somos un referente para otras naciones que buscan concretar procesos de pacificación por las vías del diálogo”. ¿Entonces porque, individual o masivamente, lo abandona su gente? “No hay otra opción, por la violencia y la pobreza; además no hay empleo y si hay, es mal pagado”; eso aseguró alguien entre quienes partieron huyendo de las tres guerras que asolan hoy a El Salvador profundo, doliente y desesperado. “Yo sé que es peligroso, pero qué vamos a hacer si aquí hay desempleo y las autoridades no están haciendo nada”; otra respuesta a la interrogante, negando las fantasías oficiales.
Ese día, también hubo otras “caravanas”: la de los buses que “acarrearon” al público que “abarrotó” las instalaciones del local donde festejaron las élites políticas, económicas y militares que dialogaron y acordaron el fin de la guerra. Además, fueron enormes caravanas de automóviles y unidades de transporte colectivo ‒con sus conductores y pasajeros desesperados dentro‒ las que se formaron en las calles aledañas al lugar de la celebración de su lucrativa paz.
Qué tal si salimos del letargo y ‒en inmensas caravanas atiborradas de indignación‒ pasamos a la necesaria acción; que tal si volvemos a ser referente de lucha contra la injusticia en todas sus dimensiones e independientemente de quien gane las próximas elecciones, ante las cuales solo resta decir ‒como dijo Rubén Figueroa, el “tigre de Huitzuco”‒ que “la caballada está flaca” ¿Flaca? ¡Huesuda!, diría yo.