Por lo general, cuando se es niño uno no se pregunta si el artista en cuestión tiene nombre de pila y apellido, mucho menos reflexiona acerca de los porqués del seudónimo. Ahora, 58 años más tarde, recordando a Eladio Velásquez, Chocolate, se me antoja pensar que, a Eladio en su niñez, el heladio que más le gustaba era precisamente el de chocolate, y en barquillo. Aunque en realidad, probablemente fue la gente que le puso ese sobrenombre por el color achocolatado de su rostro. En la idiosincrasia del salvadoreño los apodos son el aderezo en las comunicaciones sociales. Uno conoce a los amigos y enemigos más bien por el mote que por su nombre de bautismo. Recuerdo a un amigo de la infancia a quien llamábamos “Pijuyo” [1] por el tinte negro carbón de su piel. Cuando la pandilla de niños que éramos, íbamos a su casa a buscarle para jugar al futbol o beisbol, su madre enfadada salía a sermonearnos que su hijo tenía nombre propio. Una vez que nos había puesto a parir, gritaba desde la puerta: ¡”Pijuyo”, te busca “Cariño”, “Kike Cabra” y “Caramelo”! La gente en mi país de origen es muy creativa en poner apodos.
El Circo Chocolate era itinerante, pero netamente salvadoreño. Era un circo pobre en el que la variedad del programa también lo era, ya que Chocolate, quien al mismo tiempo era artista múltiple y dueño, tenía que desempeñar varios roles: desde vender las entradas, director de escena, músico, malabarista y desde luego payaso.
En aquellos días se podía jugar por las tardes o por las noches Mica [2] o Escondelero [3] en plena calle, sin temor a ser atropellado por un vehículo ligero o pesado. Jugando “Mica” la mejor entre las niñas era mi hermana menor, a quien por su rapidez en las piernas era muy difícil atraparla. Entonces, sucedía que cuando llegaba el circo Chocolate al barrio, en la 20 avenida norte no había niño ni niña jugando en la calle. Todos estábamos presenciando el espectáculo circense de Chocolate.
Chocolate no podía competir con los circos itinerantes de la talla del colombiano “Royal Dumbar” o el de los hermanos mexicanos Atayde que de vez en cuando llegaban al país. Obviamente, de mejor calidad, con más varieté y por supuesto, mucho más caro. Así que para los niños, jóvenes y adultos de la Colonia La Rábida sin muchos recursos económicos, Chocolate era siempre una atracción y una opción económicamente cómoda para los padres de familia.
Sobre todo, lo que más le gustaba a mi cuadrilla eran los porros del colombiano José María Peñaranda que cantaba Chocolate. Flipábamos con estas canciones, que por lo general, estaban escritas con “doble sentido”, algunas de ellas eran tan explícitamente sexistas, como la Inyección, cuyo texto habla de una muchacha que sufría del corazón y para curar ese mal, Peñaranda le receta una inyección. “¿Quién me la pone?” ““ pregunta preocupada la niña ““. “No te preocupes mi hijita, esa te la pongo yo ““ responde José María”. Una clara alusión al acto sexual.
El circo se instalaba en un predio baldío en el pasaje Pinto y 20 avenida norte. Los niños siempre nos las arreglábamos para ver el espectáculo de manera gratis. Una vez iniciada la función nos metíamos debajo de la carpa y así, como que no quiere la cosa, en pocos minutos nos encontrábamos sentados en las bancas. Como mi hermanita era tan rápida como Speedy González, ella era una de las primeras en entrar al circo sin pagar. Según ella, nuestro padre ignoraba las visitas ilícitas al circo. Él nunca nos prohibió ir al circo, más bien se divertía en silencio escuchando nuestras mentirillas y excusas.
Un día de tantos, regresa mi hermana a casa feliz y sonriente entonado la Panadera de Peñaranda. “¿De dónde vienes?” ““ preguntó mi padre, poniendo cara de Juan Vendémela Laconserva[1]““.
“De hacer los deberes donde Gladys” ““respondió ella y siguió cantando.
“Y también estaba con ustedes “Teresa la panadera” haciendo las tareas” ““ ripostó mi papá, dejando entrever una pícara sonrisa.
Nunca se me ocurrió preguntarle a mi hermana si sabía de lo que iba el texto de la canción. En cualquier caso, nunca escuché a mi hermana cantar con tanto gusto y salero las canciones que aprendió escuchando al payaso. No se sí todavía las recuerda, pero yo, como sí hubiera sido ayer.
Gracias, Chocolate, in memoriam, por haber hecho reír a carcajadas a tantos niños pobres y por repartir tanta alegría por tan poco dinero.