miércoles, 11 diciembre 2024

Monseñor Romero: voz y denuncia santificadas…

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Por Renán Alcides Orellana

La noticia no llegó ni antes ni después, llegó justo a tiempo. El obispo Vicenzo Paglia, enviado papal, y postulante de la causa de beatificación de Monseñor Romero, la trajo emocionado, el 11 de  de 2015. Por medio del visitante, el Papa Francisco ratificaba la beatificación/santificación que, como San Romero de América, el pueblo salvadoreño ha otorgado a su pastor Oscar Arnulfo Romero, desde ya hace varios años. Están excluidos, sin embargo, los autores intelectuales y materiales de su muerte, los encubridores y los correligionarios que -aun llamándose católicos- cohonestaron con el vil  asesinato, por obediencia partidaria.

    Con la llegada del obispo Paglia, ha quedado confirmado el boicot contra la beatificación, sin duda orquestado entre autoridades eclesiales de Roma y fuerzas oscuras y oscurantistas de El Salvador. “La causa de Romero parecía una barca en medio de una terrible tempestad”, declaró el obispo Paglia, refiriéndose a “los obstáculos que el proceso enfrentó desde 1997, cuando la diócesis de San Salvador lo propuso a la Santa Sede”.

    Por eso, la culminación del privilegio de mi caminar un poco cerca de Monseñor Romero, se dio con la declaración jurada de mi conocimiento sobre su vida cuando, el 31 de mayo de 1994, testifiqué ampliamente sobre su vida ante el “Tribunal que instruye la  causa de canonización del Siervo de Dios, Monseñor Oscar Arnulfo Romero”, en la oficina respectiva del Arzobispado de San Salvador. Durante una larga jornada de más de cuatro horas, mi condición de testigo reprodujo, al igual que lo hicieran los otros cerca de 40 testigos, toda mi vivencia y conocimiento sobre el pastor durante mi vida personal y profesional, hasta el fatídico instante aquel en que la bala asesina le quitara la vida. 

(Photo by Alex Bowie/Getty Images)

    Por eso también, doy fe de que su voz, humanamente santificada, se volvía trueno sagrado al denunciar los abusos del poder político y económico, que tenía postrados de hinojos a sus hermanos campesinos y obreros. Como voz hiriente sin espada, su denuncia incomodaba y enfurecía el ego de los poderosos. Pero también, en sentido opuesto, profundizaba con amor el tono metafórico de su voz hacia los humildes, al enunciar y describir cada una de las parábolas de su Divino Maestro.

     Era su dualidad pastoral: la fuerte denuncia contra los poderosos y el tierno enunciado a los pobres; en ambos casos, para ayudar a entender mejor la palabra de Dios. Así, su timbrada y metafórica voz, enunciadora del Evangelio y denunciadora de las injusticias, resultaba fraterna al oído de los humildes, mientras incomodaba e inquietaba a los poderosos, que, desesperados, decidieron que la única manera de que aquella voz no siguiera atormentando sus oídos -como atormentó la voz de Juan El Bautista a Herodes Antipas- era asesinándolo. Y lo hicieron, lo mataron. Fue el aciago día 24 de marzo de 1980…

UNA MUERTE ANUNCIADA

   Desde antes del asesinato había signos que anticipaban tragedia. Monseñor Romero presentía su muerte. En una entrevista que concedió tres semanas antes del crimen, precisamente durante los días más difíciles de amenaza y represión, como una premonición evangélica, Monseñor Romero, como para dejar constancia del inminente peligro que corría, había dicho unas palabras proféticas:  

     – Un obispo morirá, pero la Iglesia de Dios, que es el pueblo, no perecerá jamás…

    En una homilía, días después también habría dicho: 

    – Que mi sangre sea semilla de liberación.  

   Y en otra:

    – Si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño…

    Esta frase yo la incorporé en un poema,  que publiqué en ocasión del 25 aniversario del asesinato de Monseñor, en marzo de 2005:

CRÓNICA A LA LUZ DE

UN ANIVERSARIO MARTIRIAL

(Fragmento)

II

Predicador de las bienaventuranzas

y de la buena nueva ámense los unos a los otros

te diste entero Oscar Arnulfo;  sin reservas,

sin condiciones, con ofrenda total de tu martirio.

Como Jesús demandaste respeto a la casa del Padre,

casa del campesino y del obrero. Echaste a latigazos

a los mercaderes del oprobio y la injusticia.

Y resonó desafiante por los aires tu sentencia:

– En el nombre de Dios, pues, y en nombre

de este sufrido pueblo, cuyos lamentos

suben hasta el cielo cada vez más tumultuosos,

les suplico, les ruego, les ordeno ¡Cese la represión!…

Así sellaste tu suerte. Tu anticipada muerte.

Para que se cumplieran las insagradas escrituras del tirano:

“Haga patria, mate a un sacerdote”. Igual que el Maestro

irías a la muerte. Y una muerte de fusil para alentarnos.

Tu voz profética se alzó sobre las sombras:

– Si me matan resucitaré en mi pueblo.

Y lo hicieron: te mataron.

Y lo hiciste: resucitaste en medio de nosotros…

ANTECEDENTES

El 11 de marzo de 1977, durante el período presidencial de Arturo Armando Molina, la Guardia Nacional asesinó al padre Rutilio Grande en la zona de Aguilares y El Paisnal, al norte de San Salvador. El padre Rutilio encabezaba un grupo de sacerdotes y laicos, quienes mediante un intenso trabajo pastoral acompañaban a los campesinos en su organización y reclamos de mejores salarios y mejores condiciones de vida. Varias organizaciones campesinas, como la Federación Cristiana de Campesinos Salvadoreños (FECCAS) y la Unión de Trabajadores del Campo (UTC) y numerosas Comunidades Eclesiales de Base (CEB), surgidas y creciendo a nivel de América Latina con el acompañamiento de la Iglesia Católica, mediante un trabajo eficiente y sostenido creaban nuevos estados de conciencia, especialmente en el ámbito rural, en su lucha por la reivindicación campesina.

   La muerte del padre Grande hirió hondamente al nuevo Arzobispo, como lo herirían en su oportunidad otros crímenes del ejército salvadoreño contra varios sacerdotes, religiosas y catequistas, fieles como él a la verdad y al Evangelio. Monseñor Romero exigió justicia, sin que fuera oído. El 1 de junio de ese año asumiría la presidencia de la República el general Carlos Humberto Romero, producto de evidente fraude cohonestado por su antecesor Molina. Monseñor Romero se negó a participar en los actos de toma de posesión presidencial del general Romero..

   – Mientras no haya avances y buena disposición del gobierno para investigar el asesinato del padre Grande y demás crímenes, yo no acompañaré al Ejecutivo en este y otros actos-, proclamó con sentido profético el Arzobispo Romero.

    Y no lo acompañó. Ese sería el inicio de un conflicto entre el Gobierno y Monseñor Romero. Aparte de dos o tres obispos, consecuentes con los ideales y la acción pastoral de Monseñor Romero, el resto de la jerarquía no sólo le contrariaba sino que lo adversaba, como muestra franca de connivencia con el gran capital oligárquico y su excluyente modelo socio económico y de injusticias, contra la población más humilde. Algunos de los llamados grandes medios de comunicación hacían el juego al gran capital, igual que ahora. El poderoso bloque económico, político y comunicacional, condenaba al Arzobispo y a su pueblo.

   A partir de entonces, Monseñor Romero increparía al régimen de turno, por las constantes violaciones a los derechos humanos de muchos salvadoreños y reclamaría por los sacerdotes, catequistas y ciudadanos honrados, que habían sido asesinados. Monseñor venía enfrentando estas acciones con palabra fuerte y reclamando justicia, aún a costa de los enormes riesgos que implicaba su denuncia. Era su compromiso cristiano de ser la voz de los sin voz; es decir, vocero de los desposeídos que clamaban justicia ante las arbitrariedades y abusos institucionales…

   Para 1980, desatada la guerra interna, la mayor preocupación de los Estados Unidos, en su política hacia El Salvador, estaba relacionada con la constante violación a los derechos humanos, que planteaba expectativas sombrías por la inconformidad popular, dentro de la cual era relevante el papel de denuncia evangélica de los activistas religiosos, que acompañaban al pueblo en sus demandas.

     En ese marco, el 24 de marzo de 1980 se da el incalificable asesinato del Arzobispo Romero, cuya muerte generó luto general e incontables protestas a nivel nacional e internacional, con demandas posteriores por la impunidad del crimen. Un día antes, el 23 de marzo, durante una misa en la Basílica del Sagrado Corazón, en el centro de San Salvador, precisamente cuando la cantidad de asesinados y desaparecidos por el ejército salvadoreño ascendía a millares y parecía incontenible, Monseñor Romero, con su anuncio del Evangelio y su denuncia de las injusticias, con grito profético había clamado desde el púlpito: 

  – En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡Cese la represión…!

   Al día siguiente, mientras Monseñor Romero oficiaba una misa en en la capilla del Hospital Divina Providencia, una bala explosiva procedente de un fusil calibre 22, equipado con mira telescópica y disparada por un tirador experto, le ocasionó la muerte. Yo estuve en el sitio del crimen, minutos después del disparo mortal. Cuando Monseñor Romero, aún con vida, era trasladado a la Policlínica Salvadoreña, falleció. El bloque anti patria y anti pueblo, en su voracidad de poder y explotación represiva, había dado duro golpe al corazón del pueblo salvadoreño…

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Renán Alcides Orellana
Renán Alcides Orellana
Académico, escritor y periodista salvadoreño. Ha publicado más de 10 libros de novelas, ensayos y poemas. Es columnista de ContraPunto
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