lunes, 2 diciembre 2024
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Leyes justas para el pueblo salvadoreño

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Por Ricardo Sol

El pueblo salvadoreño merece leyes justas y se ha ganado -a pulso- la oportunidad de aspirar a ellas, no sólo por su legítima decisión, expresada en las urnas, sino por las décadas y, porque no, siglos de sacrificio e injusticia.  

Tanto los que ahora pretenden negar esa aspiración, como aquellos que, -en esa búsqueda-, se aprovechen de este anhelo para obtener beneficios personales o de su grupo social serán repudiados por la historia y por el pueblo.

Recientemente, hemos sido testigos de cómo el pueblo de Chile tuvo que insurreccionarse para obtener el derecho a reformar la Constitución promulgada en tiempos del gobierno del General Pinochet. Si el pueblo salvadoreño apeló a las urnas, como recurso para demandar cambios en un régimen legitimado por una Constitución promulgada en plena guerra civil, deberíamos de celebrarlo y con mayor razón respetar tal expresión soberana. En ambos países, los gobiernos de post-guerra y post-dictadura no asumieron la responsabilidad de promulgar leyes honestas y equitativas.

El derecho a contar con leyes justas es una aspiración irrenunciable de los pueblos, y sin duda “alcanzarla(s) su gloria mayor”; porque la paz, la convivencia pacífica, solo se logra con la existencia y vigencia de leyes oportunas y justas.  

La Carta Magna o la Constitución, ha sido el recurso para enfrentar el poder absoluto de los reyes, así como el amparo para instaurar la República. Rousseau, de manera enfática señaló que son las leyes las que hacen la diferencia entre la civilización y la barbarie.    

Desde esa perspectiva, debe verse más que con buenos ojos la oportunidad de reformar la ley fundamental de la República, la cual arrastra claras deficiencia originadas en procesos históricos nada ejemplares, y más aún, hegemonizados por un sector social para el que los intereses mayoritarios eran de muy poca relevancia. Pero también porque la Constitución vigente, evidencia desfases drásticos, ante las nuevas realidades sociales y culturales del pueblo salvadoreño y de la humanidad.

Son pobres y timoratos los argumentos que señalan que no es éste el momento adecuado para avanzar hacia leyes justas e intentan desautorizar a quienes enarbolan esa bandera, porque -dicen sus detractores- no son las personas apropiadas ni idóneas para semejante tarea.

Cabe entonces preguntarse, ¿fue el año de 1983, en plena guerra civil el momento más adecuado para que el pueblo salvadoreño se diera una nueva constitución? ¿Quiénes dominaban mayoritariamente la Asamblea Legislativa?  ¿Cuál era la legitimidad de esa clase política y sus partidos, para argüirse esa responsabilidad?

De hecho, el Lic. Eliseo Ortiz (RIP), ex magistrado, describe así ese cuerpo legal: “La Constitución reformada, la de 1983, por su parte, es producto de la crisis política de 1979-80 y expresa la correlación de fuerza que se conformó al interior del bloque de centro derecha, frente al FMLN, y constituye, en cierta medida, una respuesta preventiva de este bloque a la amenaza de cambio social promovido por la insurgencia de izquierda a través de la lucha político-militar…” más adelante agrega: “Esta Constitución, entre otras características jurídico-políticas, se puede destacar que nace de un pacto contrainsurgente…” (Francisco Eliseo Ortíz, PERSPECTIVAS No. 4/2017, fesamericacentral.org)

Por supuesto que también, luego de 30 años de posguerra, es imperioso preguntarse si las reformas que se introdujeron, en 1990, a la constitución de 1983, con la firma de los Acuerdos de Paz, eran las que el pueblo salvadoreño requería para vivir en paz y con justicia social. Es obligación preguntarnos si con esas reformas se permitió el desarrollo humano integral de su población y se garantizó un régimen político que respondiese a la voluntad popular. A la luz de los hechos actuales es forzoso cuestionar, a su vez, si los dirigentes que firmaron los acuerdos de paz y propusieron reformas a aquella constitución tuvieron en mente las urgencias de la población salvadoreña o, de hecho, buscaban un pacto que permitiera superar el impase militar, cosa loable sin duda, pero limitada desde la perspectiva de las necesidades de la población y desde el anhelo de la construcción de un régimen político transparente y justo, garantía de respeto a la voluntad popular.

De nuevo, citando a Ortiz, este señala que: “La profundidad y alcances de la reforma constitucional de 1991-92 fueron determinados, principalmente, por el contexto político que posicionó el proceso de negociación como alternativa a una victoria militar estratégica. La ofensiva del FMLN de noviembre de 1989 y la respuesta militar del régimen habrían demostrado en la práctica, para ambas partes, la inviabilidad de una solución militar a la guerra civil…” (Op Cit)

Las reformas que hoy se demandan no son invento espontáneo, ni debieran de verse como esgrimidas por oscuros intereses. Ya en el 2017, este jurista mencionado, estudioso y probo, quien además había tenido la experiencia de ser Magistrado de la Corte Suprema, convencido de las carencias constitucionales, advertía sobre la urgencia de un reforma que apuntara al menos a los siguientes: “…la despartidización del Tribunal Supremo Electoral para convertirlo realmente en un organismo independiente…, la separación de la función jurisdiccional de la administrativa de los procesos electorales mediante la creación de un organismo autónomo de los partidos políticos para esta segunda función integrado sólo por jueces de carrera. En cuanto a la Corte Suprema de Justicia, la separación de la función administrativa asignándola a un organismo diferente; el traslado del Instituto de Medicina Legal a la Fiscalía General de la República y la creación de la Policía Fiscal como un organismo dependiente de esta última. En cuanto a los derechos políticos, el reconocimiento expreso de mecanismos de consulta y participación popular como el referéndum, el plebiscito, y la organización de movimientos político no partidistas. En cuanto a los derechos sociales, se debe constitucionalizar el derecho al agua y a la alimentación; también se debe garantizar un financiamiento mínimo a la educación y recuperar expresamente el carácter laico de la educación pública y extender hasta el bachillerato su carácter gratuito. En cuanto a la responsabilidad de los funcionarios públicos, prolongar hasta 20 años el término de no prescripción de la persecución del enriquecimiento ilícito de funcionarios y empleados públicos.” (Op cit)

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Ricardo Sol
Ricardo Sol
Académico, Comunicólogo y Sociólogo salvadoreño residente en Costa Rica. Fue secretario general del Consejo Superior Universitario Centroamericano (CSUCA). Columnista de ContraPunto

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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