Por Gabriel Otero
¿Confiarías en los consejos matrimoniales de alguien célibe? ese pastor quien además de iluminarnos con maravillosas parábolas y metáforas y de escuchar sus relatos de pasajes bíblicos y comprender que el hombre se pudre desde antes de ser concebido, sus sermones nos suenan huecos y falsos ya que nadie está dispuesto a “hacer de la lástima amores eternos” (1), ni a soportar una cruz que pese lo mismo que la vastedad del mundo, ni a resignarse a la infelicidad porque es la tradición.
La otredad es nuestro complemento siempre y cuando vayamos en pro de lo mismo y nos respete nuestra esencia y el espacio vital, el resquicio de individualidad que nos hace ser diferentes.
Los asuntos maritales no admiten testigos, las relaciones son tan complejas como para que cualquier visor desde el púlpito opine sobre el deber ser del amor, el sexo, los hijos, la economía y los bienes en común.
El máximo componente del matrimonio, además del amor, es la complicidad, el entendimiento profundo entre dos, la comunicación entre miradas que va más allá del lenguaje, código mutuo que nada más dos ven, entienden y ejecutan.
Por eso las palabras del pastor son meras interpretaciones de una idea que ni remotamente conoce, porque en la vida conyugal se conjuntan los tufos y los olores agradables, las sonrisas y la hiel, la hiedra que se adhiere a la piedra, el agua que yace en el remanso, la tempestad que surge de la nada.
El matrimonio es bendición o tortura, una suerte de antropofagia sacramental en el que poco a poco se van desmembrando el uno al otro, lo que queda son lustros o décadas de placidez o instantes infinitos de amargura.
La desnudez es total entre cónyuges, se conocen las fortalezas y debilidades del otro, se escarban entre sus almas y espíritus como encontrando la sustancia para continuar lo que la ilusión inició.
En lo único que tiene razón el pastor es que realmente sólo nos casamos una vez, es tan cansado el viaje y la vida diaria con el cónyuge, que las repeticiones posteriores del maridaje son idénticas a la primera, son búsquedas amorosas inconclusas, lo que siempre comienza y siempre termina.
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- Canción de invierno de Silvio Rodríguez