La crisis de la pandemia expone fallas en la respuesta pública y las inequidades subyacentes
Después de la declaración del Coronavirus (COVID-19) como pandemia, el pasado 11 de marzo, países alrededor del mundo han tomado medidas restrictivas con el objetivo de mitigar el contagio masivo de la población: desde el cierre de centros educativos; cancelación de eventos artísticos y deportivos; suspensión del ingreso de algunos extranjeros como en Argentina; decretos de cuarentena nacional (domiciliaria o en recintos ofrecidos por el Estado) y la preocupante suspensión de algunas garantías constitucionales como en El Salvador, Honduras y en Ecuador.
La pandemia ha causado el cierre de fronteras en todo el mundo, como en Chile, Guatemala, El Salvador, Canadá, Colombia, la Unión Europea, España y muchos países africanos. Por otro lado, México ha sido uno de los últimos países en tomar medidas. Estados Unidos indigna al no detener las deportaciones y las cortes migratorias a pesar de la alerta mundial. En Honduras, la respuesta del gobierno de Hernández frente a los primeros casos positivos, fue patrullar la zona con miembros de las fuerzas armadas, reflejando como la militarización es su respuesta instintiva ante todo, incluso para un virus.
Además de reflexionar sobre todas estas restricciones y medidas excepcionales, esta emergencia mundial nos invita a hacer una reflexión más amplia y profunda en torno a la cobertura que ofrecen los Estados en materia de seguridad alimentaria y salud. ¿Cómo pueden los Estados garantizar a toda la población condiciones mínimas y dignas de subsistencia para todas las personas que se encuentran en su territorio?
Una pandemia no sólo tiene implicaciones de salud pública, sino sociales y económicas. Las sociales las estamos viviendo en la medida en que el aislamiento físico es una de las medidas más efectivas para contener al virus. Sin embargo, el aislamiento es realmente un lujo para las personas que realizan un trabajo remunerado, sólo posible para quienes pueden trabajar desde su casa. El resto de los hombres y mujeres trabajadoras deben sacrificar su ingreso para aislarse. La mayoría no puede hacerlo y sigue trabajando, sin el equipo y las condiciones de seguridad e higiene laboral para hacerlo poniendo en riesgo su salud. Entre ellas están los profesionales de salud, los equipos que atienden emergencias, los cuidadores de ancianos y las personas que trabajan en labores de limpieza, entre otros.
Un reflejo más de la desvalorización del trabajo de cuidado y de la injusticia económica. Las consecuencias económicas del COVID-19 las sentiremos en todo el mundo y no únicamente en materia del trabajo remunerado, sino en el incremento del trabajo no remunerado además, en el caso del trabajo de cuidado, que es mayoritariamente femenino. Se empieza a temer que estos ajustes resulten en un contexto de recesión económica, que también tendrá un impacto mayor en los mismos trabajadores y en las personas más pobres.
(*) Autor es Director Ejecutivo de Alianza Americas (AA)