miércoles, 1 mayo 2024

“La corrupción medra y se reproduce en el silencio…”

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Más allá de estimarse como una simple transgresión al orden jurí­dico y moral vigente, la corrupción, en sus variadas expresiones, es considerada también como una seria violación a los derechos humanos.

Su gravedad radica en que además de las implicaciones legales y meta-jurí­dicas derivadas de este fenómeno, tal como acertadamente lo apunta por un lado, la Convención Interamericana Contra la Corrupción (OEA, 1997) y, por otro, la Convención de las Naciones Unidas Contra la Corrupción (ONU, 2004), ambos corpus iuris de los cuales el Estado salvadoreño es Estado Parte, por virtud de este execrable flagelo se distraen importantes recursos técnicos y económicos que, de otro modo, se orientarí­an a financiar obras de beneficio colectivo tales como, centros hospitalarios, programas de educación, planes anti-delincuenciales, generación de fuentes de empleo, alimentación, obras de infraestructura deportiva y demás.

La corrupción, como es sabido, es una práctica inveterada que se da tanto en la administración pública como en la empresa privada; aparte de que no escapan a ella las sociedades del primer mundo (Europa, EEUU, Australia, Canadá, etc.) como aquellas que no pertenecen al mismo (América Latina, ífrica, Asia etc.).

Este punto, es esencial destacarlo en la medida que diversas organizaciones de seguimiento y medición de la misma, exponen que ninguna clase social, sector, profesión e institución -oficial o no- se escapa a esta lamentable plaga.

En atención a lo expuesto, vale decir que la diferencia con respecto a la corrupción no está en  si ésta se da o no en una o en otra sociedad, sino más bien, en el nivel de permisividad o flexibilidad con que la ciudadaní­a asume las conductas contrarias a los valores y principios enmarcados en la ética pública.

El asumir conductas permisivas u otorgar licencias a praxis anti-éticas convierte en cómplices a quienes las extienden. Y es que en materia de la ética hay un axioma: se es o no se es moral, nadie es medio moral o medio ético.  Por ello,  quien tiene doble moral en verdad al final no tiene ninguna.

Asociado a lo expuesto está el hecho que falta desarrollar una cultura social que propicie la denuncia con sentido de responsabilidad ciudadana, dado que la corrupción tiende a desplegar sus efectos perniciosos –a veces, sub-dimensionados o minimizados- en las diversas facetas de la vida social (Por ejemplo, en la esfera del  hogar, la comunidad, el trabajo, la iglesia etc.).

Las personas tanto en el plano individual como en el colectivo, tienden por muchas razones algunas de ellas muy legitimas como el temor fundado a las represalias, la desconfianza en las instituciones y otros, a quedarse calladas ante la acción o la omisión del corrupto y del corruptor, olvidándose que con ello se convalidan dichas conductas y, lo más delicado,  se torna nulo el rol clave que desempeña en la sociedad democrático el monitoreo y fiscalización social.

En este marco, no habrí­a que olvidar que la corrupción medra y se alimenta del silencio y que tanto este último, como aquella son en términos genealógicos, primos hermanos con la impunidad esa crónica y estructural practica que aqueja, desde hace mucho tiempo, a la sociedad salvadoreña.   

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