El lunes 16 marzo, ya contó dos semanas de medidas sanitarias especiales en Crépy en Valois. En esta ciudad de 15.000 habitantes a 50 kilómetros al Norte de Paris, se reportó la primera víctima del Covid 19.
En una primera fase, cerró el colegio del profesor difunto y las autoridades dictaron medidas sanitarias básicas: anular los eventos públicos, no saludarse físicamente, lavarse las manos regularmente y llamar a emergencia en caso de síntomas.
Y así seguía mi rutina concentrado en las próximas elecciones municipales del 15 de marzo. No me alarmaba y seguía la campaña, tocando de puerta en puerta para conversar con los habitantes, evadimos al virus que salto desde Wuhan hasta nuestra pequeña ciudad, observando las lógicas precauciones.
Los habitantes hablaban más de su realidad social, de la sensación de abandono en los barrios populares, de la reforma de la jubilación impuesta o de la democracia local.
El día de las elecciones, el tiempo parecía suspendido en la ciudad. Por una elección local, apenas el 37 % de la población se movilizó (54 % al nivel nacional). Esta tasa históricamente baja (62 % en las precedentes elecciones de 2014) no correspondía a la dinámica que había vivido durante la campaña.
Nos faltaba una veintena de votos para alcanzar la segunda vuelta, el partido de extrema derecha y la lista gubernamental quedaron barridos. Pero la alegría que compartía con mis camaradas dejaba oculta otra realidad. No había percibido el sordo pánico de mis vecinos conectados en las redes sociales y los canales informativos.
Cuando me solicitaron escribir algo acerca del Covid-19, a pesar de vivir en la primera ciudad afectada en el territorio de Francia, no sabía que las cosas se iban a acelerar. Vivo en otro mundo, desde el pasado domingo.
Pasos hacia la irracionalidad colectiva
Trabajo en un Instituto que acompaña a jóvenes discapacitados. Ya teníamos una semana sin atender al público y seguíamos en tareas organizativas e intercambios profesionales. Este lunes 16 de Marzo, la dirección nos reunió para anunciarnos las nuevas medidas y nos mandó a nuestras casas para preparar el confinamiento. En el camino pasé a comprar pan y manzanas por un súper cerca de mi casa.
El parqueo estaba repleto de vehículos. Miré una influencia poco ordinaria en esta tarde: Ya no quedaba pan, ni carne, tampoco tallarines, nada de arrocito. Ante las papas desaparecidas observé a mis compatriotas animados por la consigna de «sálvese quien pueda».
Estaba claro que los que llegaban a esta hora eran designados por la Historia a morirse de hambre! Parece que pertenecía a este grupo: «los últimos de la fila».
Asistí a la acumulación de yogurts, conocí a los amantes de la mantequilla, a los adictos de compota y otros coleccionistas de galletas energéticas… Los clientes se llevaban todo lo comible.
Cuando llegó mi turno acompañado por una lechuga triste y seis manzanas rojitas de vergüenza, le pregunté a la cajera si tenían problemas de abastecimiento. La joven me contestó claramente que «¡No!, pero la gente, (mis seguidores en fila), no entendía nada».
Volví a pensar en los momentos de conflicto que había atravesado: estos tiempos suspendidos, con dificultades de abastecimiento, la necesidad de compartir de forma equitativa entre los presentes, el dolor de sentarse por no tener nalgas… Reflexiones entre carritos de supermercados repletos de todo lo que la agro-industria mundial puede ofrecer en términos de colores, formas y sabores artificiales.
Faltaban dos horas para la declaración del Presidente y empecé a pensar que si se podría escribir algunas líneas sobre los síntomas sociales del virus.
«Estamos en guerra»
En su alocución de la noche, el presidente Emanuel Macron afirmó seis veces: «Estamos en Guerra». Me quedé incrédulo ante tal frase repetida a lo largo de su discurso llamando a la unidad nacional. Este presidente pertenece a una generación que nunca vivió la guerra (por suerte): me imagino que leyó acerca de ella en libros e informes.
Me quedé perplejo ante la utilización de tal imagen irracional. Pienso en los que viven una guerra de verdad como los miles de sirios y afganos, a quienes Europa prefiere hundir el Mediterráneo para callar sus gritos.
En noviembre pasado Francia abandonó a los combatientes kurdos que quebraron al Estado Islámico. Creo que ellos viven en estado de guerra ante la agresión de nuestro aliado turco.
Ya sé que efecto puede provocar la repetición de esta maldita frase: «Estamos en guerra». El lunes intercambiamos entre colegas para buscar la forma de responsabilizar a nuestros alumnos sicológicamente frágiles sin asustarlos.
Las llamadas que realicé en las últimas horas para tener noticias indican el stress provocado.
En Crépy en Valois apareció la semana pasada una pinta sobre un restaurante asiático mientras otros dueños de un restaurante chino explicaron el 3 de marzo en la radio France Inter que -a pesar de haber nacido en Francia- ya fueron insultados al caminar en la ciudad, su ciudad.
Temo que la referencia al estado de guerra legitime actos parecidos en un sector cuyo representante en la asamblea departamental es miembro de la extrema derecha, electo por la mayoría de mis vecinos hace cinco años.
Crisis reveladora de la fragilidad del sistema
Una doctora italiana de Lombardía explicaba que ya aplicaban medidas de guerra en el sentido de que se seleccionaba a quien se iba a poder atender y a quien se iba a dejar morir. Escenas habituales en tiempo de guerra o de atentados.
En Francia, desde los 15 últimos años, las normas de gestión industrial fueron aplicadas al sector de salud pública en nombre de su eficiencia. El sector vivió una tensión tal que en su informe del 2016, la Organización Mundial de la Salud (OMS) subrayaba que los profesionales de salud eran particularmente afectados, entre los 10.000 suicidios anuales en Francia.
Durante este periodo y hasta hoy, el sistema de salud pública ha sido drásticamente reformado por gobiernos tanto liberales como social-demócratas. Los hospitales departamentales aumentaron sus capacidades mientras se cerraban unidades locales de atención al público.
Un informe del OCDE describe como mientras la población francesa aumentó de un 10 % en 15 años, se bajaron del 15 % el número de camas en los hospitales y particularmente las camas para atender a los pacientes por largos períodos (- 60 %). En el 2018 se eliminaron 4.000 camas!
Esta imposibilidad de recibir por periodos medianos y largos a los pacientes explica la crisis actual provocada por el Coronavirus. Loïc Pen, medico de emergencia y sindicalista de la CGT de mi departamento cuyo personal fue confinado al reportar la primera víctima, explicaba la semana pasada que nuestro sistema no tenía las capacidades para atender correctamente al público y que las medidas de confinamiento servían para no rebasar las capacidad de un sector en tensión permanente.
Este último año las huelgas se multiplicaron entre parteras, enfermeras, personal de emergencia y huelga administrativa de los cuadros de salud.
El presidente francés precisó al sector económico, en su alocución del 16 de marzo, que 300 mil millones de euros estaban movilizados para garantizar la actividad en un ambiente de caída general por los cortes en los flujos comerciales con China que condicionan parte de la producción continental, las medidas de confinamiento, la prohibición por la mayoría de los comercios de abrir.
Las bolsas mundiales acumulan las pérdidas desde varios días mientras mis vecinos almacenaban tallarines. Sumas colosales cuando se reclamaba montos adecuados para atender al público en «tiempo de paz».
El 13 de marzo, el doctor Gilbert Deray del hospital parisino Pitié-Salpétrière escribio que estaba «inquieto que nuestro sistema de salud, ya en grandes dificultades, sea próximamente rebasado por el flujo masivo de enfermos (…) El Coronavirus casi solo mata a los organismos ya débiles. Estoy inquieto que este minúsculo ser vivo, solo desvele las inmensas fracturas y debilidades de nuestras sociedades. Los muertos que entonces se contaran por millones serán los de enfrentamientos entre individuos ante la indiferencia total del interés colectivo».