Y los “nuevos (niños) políticos” en la actualizada vecindad del Chavo
Para desear algo, Quico tiene que fijarse primero en lo que posee cualquier otro niño de la vecindad. Si el Chavo juega con un barquito de papel, Quico corre a pedirle dinero a su mamá y aparece con otro, enorme, colorido, de plástico y con un motorcito que lo impulsa en la pileta del segundo patio del domicilio. Si la Chilindrina lame una paleta, él necesita volver con otra, gigantesca e inacabable, y pasearse frente a la niña ostentándola. Y si í‘oño juega con un globo, Quico necesita comprar veinte y dejarse mirar por quienes, de la rabia por la afrenta, acaban reventándole el motivo de su inflado orgullo.
Y el vacío que lo carcome vuelve en cuanto cualquier otro niño ejerce su imaginación y juega a algo diferente. Suelta la enorme pelota o el juguete ostentoso que sea y corre a pedir más dinero para comprar algo “mejor”. Quico, en suma, no tiene criterio. Su conciencia flota en un océano de incertidumbres. Imita para dotarse de sentido. Se angustia siendo él, porque él no es sino una carencia provocada por “tenerlo todo” en sustitución de no tener nada. Ese “todo” constituye el “pago” que su madre le hace a cambio de su estreñido afecto. Y el resultado es un niño inseguro, pomposo, con una falsa imagen de sí, cobarde, fatuo y, para acabarla de amolar, tonto. Si el pobre Quico viviera hoy, en vez de barquitos, carritos y avioncitos de plástico, tendría I-Phones, tablets y laptops. Viviría conectado y sería un genuino millennial y un conspicuo nini. Y muy probablemente, también, un destacado miembro del club de los “nuevos políticos” de nuestra refleja posmodernidad “líquida”, en la que todo lo sólido se fuma, se esnifa o se sorbe para volverse humo, flatulencia y orines. Eso sí, con aroma y pertinencia “decolonial” finamente asistida por Soros.
La nueva vecindad del Chavo, hoy, vería a un grupo de niños formando un club de tolerancia cien, diversidad cien e ideología cero. Porque al constante ejercicio del síndrome de Quico ―es decir, a la compulsiva urgencia por “mejorar” la imitación de los demás en sus juegos a la política entreguista― no le llamarían así. Más bien hablarían de “ir más allá”, “apostarle al futuro” y “nueva política”. Sus asesores serían el señor Barriga y el profesor Girafales, y el presidenciable, sin duda, Quico, con doña Florinda detrás de él aconsejándole ―cuando tenga que hablar con las pobrerías campesinas y obreras representadas por el Chavo y don Ramón―: “¡Vámonos, tesoro, no te juntes con esa chusma!”.
El señor Barriga podría ser el ministro de finanzas y el profesor Girafales el de educación y cultura. Doña Florinda, la flamante secretaria privada de la presidencia. Y don Ramón y el Chavo los “proles” viceministros de trabajo y previsión social. La Chilindrina sería una excelente ministra de relaciones internacionales. Y doña Cleotilde, la afable jefa del ministerio público. Faltaría en el juego un jefe de la CICIG a quien encumbrar y un embajador de EEUU con quien fotografiarse. El primero podría ser Germán, el arisco hermano de don Ramón, y el otro, Jaimito el cartero, siempre tan nostálgico de Tangamandapio, su entrañable terruño añorado. Y, listo. La vecindad está pronta para que todos los “quicos” pidan su demolición a fin de erigir allí un sublime centro comercial. Quedaría sólo esperar que don Ramón y el Chavo se aburran del jueguito y defiendan su domicilio a la brava junto a todos los niños pobres del resto de vecindades.