Necesitaba un respiro y salí de la Policlínica Salvadoreña a caminar; dentro de ese hospital yacía el cadáver del cuarto arzobispo de San Salvador. Reinaba la desolación en la ciudad capital de nuestro pequeño país, en el cual sonaban cada vez más fuertes los tambores de guerra. Nadie circulaba en la avenida universitaria; eran, aproximadamente, las diez de la noche. Cuatro horas había permanecido junto al cuerpo de monseñor Óscar Arnulfo Romero, antes de que le practicaran la autopsia aquel lunes 24 de marzo de hace 39 años.
Mientras estaba pensando qué hacer después del magnicidio, hubo algo que me llamó la atención: apareció de la nada un grupo de indigentes. Entre este, una aparentemente anciana me dijo: “Hey doctorcito, déjenos tocar al santo”. Luego, una pequeña “delegación” de esas aproximadamente trece personas que se escondían detrás de unos arbustos, ingresó a la “Policlínica”. Pasaron ya casi cuatro décadas desde aquella noche fatal. De en medio de las sombras, más oscuras que nunca en esa noche aciaga, aparecieron esas sencillas personas: profetas que inmediatamente después de su martirio proclamaron la santidad de nuestro pastor.
Algunas lo tocaron; la señora se inclinó, acarició y besó los pies de monseñor. Ha pasado otro aniversario y ese recuerdo se me atravesó el Vaticano, ante el papa Francisco. Cuando este leyó la fórmula de canonización, trajo a mi mente y a mi corazón ese grupo de desvalidas gentes ‒brotes de vida salvadoreña‒ anunciando la resurrección de nuestro primer santo.
A pocas horas de haber subido al cielo, elevaron a sus altares ‒a los del pueblo‒ al arzobispo que durante todo su mandato como tal alentó a los pobres a organizarse y se pasó haciendo todo lo posible por transformar su triste realidad; a quien consoló a las víctimas como lo haría un buen padre: mostrando primor y respeto, sirviéndoles y prestándoles auxilio de primera mano, lo que me consta porque fui de los más cercanos colaboradores del arzobispo Romero. Lo hizo patentizando confiabilidad y diligencia al ofrecer servicios permanentes de amparo social y legal al campesinado, a la clase obrera, a sus comunidades cristianas…
En fin, muchas de nuestras preocupaciones se atenderían y resolverían mejor si recordáramos quién fue san Óscar Romero, lo que él hizo por su pueblo pobre y perseguido. La situación política ha cambiado; no es la de aquella época. Pero hoy, también, los clamores de este pueblo suben tumultuosos hasta el cielo pidiendo consuelo, un poco de bienestar y urgente seguridad.
Alabemos a nuestro primer santo como fue advertido e investido por aquel grupo de indigentes; honremos sus atributos de generosidad y fidelidad hacia el rostro de la pobreza y la bienaventuranza de la justicia. Y en esta 39 conmemoración de su martirio, recordemos que san Óscar Romero hizo todo lo posible por hacer crecer nuestra humanidad en El Salvador, sufrido país al que él ya lo hizo mundialista.