Como suele suceder con el dulce aroma del dinero, los secretos también suelen producir un dulce encanto. Quien los posee se siente especial, superior, muy privilegiado, un dichoso poseedor de información y datos que, si son bien utilizados, en el momento oportuno y en manos de las personas indicadas, pueden conducir a situaciones de ventaja y privilegio desmedidos. Es lo que llaman el poder de la información…
En los pasillos del Vaticano, entre los agentes de sus servicios de inteligencia (la Santa Alianza y el Solidatio Pianum), circula la máxima aquella de que en la casa del Papa lo que no es secreto, es pecado. Una forma misteriosa, casi litúrgica, de cubrir la información con un manto de misterio que la vuelve más codiciada y fascinante. No en balde Charles De Gaulle solía decir que el verdadero poder es aquel que siempre está rodeado de misterio. En los regímenes totalitarios, el secreto alcanza sus cumbres de gloria. Está por todas partes, aparece por doquier y ostenta su halo misterioso hasta en las cosas y actividades más simples y cotidianas. El secreto se vuelve norma y la información es la excepción.
Pero el secreto, si se le utiliza en forma desmedida y sin límites, es la puerta abierta para la arbitrariedad y el abuso. Es la ruta segura hacia la opacidad, negación constante de toda transparencia y apertura. No es casual que las dos palabras clave durante el mandato de Mijail Gorvachov en la antigua Unión Soviética, fueran “perestroika y glasnost”, es decir reconstrucción y transparencia o claridad. Dos nociones que definían el supremo esfuerzo por cambiar las cosas y modificar de una vez por todas aquel mundo gris y secreto, heredado desde los tiempos del estalinismo.
El tema del secreto y la llamada “cultura de la secretividad” se ha implantado con fuerza en la agenda nacional en los últimos días. La razón hay que buscarla en algo que parecía inevitable desde el principio: la demanda de la Misión de apoyo contra la corrupción y la impunidad – la MACCIH – para modificar o sustituir la ominosa Ley de secretos que el Congreso Nacional aprobó en los comienzos de este gobierno, a petición del influyente Consejo Nacional de Defensa y Seguridad, presidido por el actual gobernante Hernández. Esa Ley, que convierte en secreta la actividad de numerosas instituciones del Estado y anula, en consecuencia, los logros positivos que representaba la Ley de acceso a la información pública, es una verdadera aberración jurídica. Violenta los más elementales derechos de las personas a demandar y recibir información legítima sobre la gestión pública y el desempeño del Estado. Niega el derecho de los ciudadanos a conocer cómo funciona el Estado, en qué gasta el dinero que recauda y en qué forma administra la llamada cosa pública en general.
Es una Ley para proteger y asegurar la opacidad de la gestión pública. Una norma jurídica que se convierte en apropiado paraguas para los que quieren esconder sus actos de corrupción. En nombre de la seguridad nacional y la defensa del Estado, los gobernantes pretenden ocultarlo todo, desde las misteriosas cuentas de la llamada Tasa de seguridad hasta los inofensivos números de la contabilidad del servicio de agua potable, pasando por supuesto – cómo no – por los malolientes rubros del erario del Seguro Social. Y, como si fuera poco, el texto de la Ley deja abierta la puerta para incluir más dependencias y entidades del Estado en la ya larga lista de espacios secretos y recodos burocráticos a salvo de miradas curiosas. Tanto los patrocinadores como los legisladores que propusieron y aprobaron este peligroso instrumento de opacidad y silencio, sabían muy bien lo que hacían y todavía mejor lo que protegían. No es casual que uno de los miembros de la Junta Directiva del Parlamento, un señor Pérez, creyendo ser ingenioso en la defensa de la Ley, declaró que la misma no es un invento hondureño “como son las baleadas”. Vaya gracejada sin gracia, tontería convertida en argucia de leguleyo.
La discusión está planteada. La MACCIH ha elaborado ya una nueva propuesta, el texto de una nueva Ley que combina, con equilibrio jurídico y tacto democrático, las legítimas necesidades de discreción y secreto en materia de defensa y seguridad con las más legítimas urgencias de los ciudadanos para tener libre acceso a la información pública. Basta ya de impunidad revestida de secreto.