De vez en cuanto suelo frecuentar un comedor popular de la zona uno capitalina, que en su tiempo fue célebre. Siempre llego a comer solo cuando voy allí. Me siento, observo a los comensales y pienso; saludo a las meseras o a las dueñas del lugar, como, y luego me voy. Dos o tres veces al año lo hago por la misma razón que visito ciertos lugares cada vez que estoy en México: nuestro pasado puede ser nuestro mayor tesoro. No por simple nostalgia, sino por firme escuela de vida.
Estaba desayunando allí hace pocos días y noté que una numerosa familia indígena comía junto a mi mesa. Las mujeres llevaban todas sus trajes regionales y un par de niños bromeaban entre sí. Noté también que una señora me miraba sonriente y que quien parecía ser su esposo le decía algo al oído. De pronto, la señora se puso de pie y llegó hasta mi mesa. “¿Le puedo hablar?”, me preguntó. “Claro”, le dije y me puse de pie. “Por favor no se pare”, me dijo ella, “sólo quiero decirle una cosa”. La miré y me dispuse a escucharla. “Yo no iba a votar por Thelma”, me dijo, “pero después de que la vi en la tele respondiéndoles a esos periodistas que quisieron humillarla porque es indígena, ya no tuve dudas y fui a votar por ella. Pero no sólo eso, cuando después de las elecciones la sacaron en televisión lavando su ropa, sus zapatos y torteando sus tortillas en su casa, me alegré de que no sólo yo sino toda mi familia votáramos por ella. ¿Y sabe por qué? Porque eso me convenció de que ella sí es una de nosotros, y no otra de esas que dizque nos representan, pero sólo se dedican a hacer dinero quejándose de que son indígenas y pobres para dar lástima y que los extranjeros las tomen en cuenta. Thelma no. Ella es tilinte. No se deja ni se hace menos. Es como nosotros”.
Iba a decir algo, pero el esposo de la señora ya venía hacia mi mesa. “No se levante”, me dijo, “sólo quería saludarlo. Siempre lo leemos los miércoles y ahora sí le creemos todo lo que dice del MLP”. Se rio con ganas y su esposa también. “Y si ve a Thelma”, siguió, “dígale que por allá en Sumpango estamos con ella. Siga comiendo tranquilo”. Sólo atiné a darles las gracias y saludé hacia la mesa. Todos asintieron sonriendo.
Al rato se levantaron. Antes de dirigirse a la puerta se despidieron agitando las manos. “Saludos a Thelma”, dijo la señora. “Gracias”, respondí, y por decir algo agregué: “Yo ya me voy también, sólo pido la cuenta”. Entonces ella me dijo: “Ay, Dios, en lo que está usted. Hace rato pagamos su cuenta. Buen provecho”. Y se fueron.
Quise explicarme lo ocurrido, y concluí en que lo que había pasado era el resultado de que una dirigencia y un partido surjan del pueblo: el pueblo se identifica con ellos porque ellos son del pueblo. Y esto se llama representatividad. Así de simple. Y de profundo.