Ya me temía yo que el culebrón electoral estadounidense duraría más tiempo que lo usual. Aunque, a decir verdad, los acontecimientos post electorales no deberían sorprender a nadie, puesto que el mismo presidente Trump se encargó de preparar el escenario.
Curándose en salud, y haciendo las de Casandro, auguró el “fraude” electoral, por una parte y, por otra, haciendo las de Pandoro, abrió el cofrecito en el que se encontraban guardadas todas las “debilidades” y “falencias” del sistema electoral en los Estados Unidos.
Pareciera, pues, que estamos frente a una mística profecía autorrealizada. Sin embargo, desde mi punto de vista, no se trata de esto. El “fantasma de la manipulación” de las elecciones en los Estados Unidos no es novedad alguna. Por lo general, demócratas y republicanos se acusan mutuamente de haber adulterado las cifras, antes y después de las elecciones, en dependencia de los resultados. Ahora bien, el fraude electoral es un fenómeno universal y aunque existen formas y técnicas para evitarlo, de facto no siempre es posible garantizar cómputos inmaculados, sobre todo en países en los que el fraude es parte del folclore electoral. A este selecto grupo de naciones pertenece la República Federal Constitucional conocida como los Estados Unidos de América.
Y, por si acaso hubiera un gringófilo incrédulo leyendo críticamente estas líneas, y furibundo me acusase de embadurnar con estiércol la tierra de los hombres libres y cuna de los valientes, con respeto lo invito a echarle una ojeada al libro del periodista norteamericano “How to Steal an Election in 9 Easy Steps” (Nueve formas fáciles de robar una elección), también titulado como “Billionaires & Ballot Bandits” (Multimillonarios y ladrones de votos).
A lo mejor, debido a esta –mala– costumbre, muy bien aprendida desde el nacimiento de la república, es que Donald Trump está exigiendo –por la vía jurídica – el recuento de los votos en algunos estados. Y hasta hoy siguen contando los votos con el digitus, pues el método digital, al parecer no es de fiar, confabula el perdedor.
Sí ya está claro que Joe Biden resultó ser el ganador en las elecciones presidenciales y, además, que no se ha encontrado ninguna irregularidad grave y de importancia hasta la fecha que justifique la anulación del evento, me pregunto entonces: ¿Qué pretende el ciudadano Trump? ¿La maquinación de un master piece electoral para el 2024? ¿Demostrar invulnerabilidad? ¿Qué lo elija a él el Colegio Electoral sin tomar en cuenta los votos emitidos? ¿Continuar desgobernando a raja tabla?
A mi juicio, detrás de toda esta parafernalia mediática y jurídica se esconde el cuadro clínico de un hombre con un severo y grave desorden de personalidad. El comportamiento socioemocional, histriónico y narcisista de Donald Trump, su reacción inmadura y poco profesional frente a los escrutinios –técnicamente– concluidos (solamente falta la confirmación oficial de las respectivas instancias federales) y, finalmente, el manejo irresponsable y chapucero de la pandemia, son síntomas manifiestos de trastornos mentales. La actitud de Trump frente a la derrota se parece a la del enano saltarín, Rumpelstizchen, en el famoso cuento de los hermanos Grimm, quien al constatar que la reina conocía su verdadero nombre, montó en cólera y pataleando con rabia hundió la pierna derecha en el suelo hasta la cintura y luego tomó con ambas manos la pierna izquierda hasta partirse en dos. Así se encuentra en estos momentos el colérico Trumpeltizchen, pataleando enfurecido y hundiéndose cada vez más en las arenas movedizas de la historia política de los Estados Unidos.
Allan Lichtman, el reconocido profesor de historia de la Universidad de Washington D.C., autor del libro “Keys to the White House” (Las llaves de la Casa Blanca) predijo la derrota de Donald Trump. Basándose en su modelo de predicción de las “trece llaves”, creado en colaboración con el geólogo ruso Vladimir Keilis-Borok, ha acertado desde la reelección de Ronald Reagan en 1984 todas las elecciones presidenciales celebradas hasta las del 3 de noviembre recién pasado. Según el modelo de Lichtman, cuando por lo menos seis de los indicadores claves no favorecen al partido que preside la Casa Blanca, el candidato pierde la elección. En el caso de Donald Trump fueron 7.
Nombro aquí, como colofón, solamente tres que suscribo con ojos cerrados:
1) Falta de carisma político (Trump es un showman) 2) el manejo irresponsable de la pandemia y 3) el malestar social
Ahora bien, sí Donald Trump lograra continuar de inquilino en la Casa Blanca, a pesar de todo, esto significaría el suicidio de la democracia estadounidense, puesto que ese hipotético y catastrófico escenario presupondría la destrucción de las instituciones constitucionales y, como escribiera Hannah Arendt en los “Orígenes del totalitarismo”, el comienzo de la tiranía…