“¦ mis venas no terminan en mí,
sino en la sangre unánime de los que luchan por la vida,
el amor,
las cosas,
el paisaje y el pan,
la poesía de todos.
Roque Dalton, poeta salvadoreño
(14 de mayo 1935 ““ ejecutado el 10 de mayo de 1975)
Cuando la marea humana del 22 de enero de 1980 atravesó el frente de la Catedral comenzó la lluvia de balas, disparadas desde las azoteas del Palacio Nacional y de los edificios cercanos. Los francotiradores tiraban a destajo, el silbido de la muerte buscando cuerpos zumbaban en los oídos del cronista que caminaba con su grabador junto a la cabeza de la manifestación, integrada por militantes del FAPU, la organización a la que, después de largas discusiones le cupo el “honor” de hacer punta en una marcha que, era sabido, terminaría en masacre. Escuchaba los pitidos cercanos y no lograba detectar el origen, solo el reventar del polvo de ladrillo cuando pegaba contra alguna pared, sobre la calle, el desplome de un cuerpo ensangrentado, de otro…
– Monseñor, esos disparos no son de soldados- Le aseguraron a Romero desde la Presidencia. Nos han garantizado que se cumplió nuestra orden de que no hubiera ningún agente de seguridad ni ningún soldado en el camino.
“” Pero hay gente en catedral que los está viendo disparar desde el Palacio Nacional…
“” No puede ser, Monseñor.
Pero pudo ser. Y lo registró en su diario: “A la altura del Palacio Nacional se inició un tiroteo que desbandó esta preciosa manifestación, que era una fiesta del pueblo”. Por radio informó que los “reporteros que estaban presentes en los hechos y muchos testigos, señalaban que los guardias que estaban en el balcón del Palacio Nacional habían tiroteado la muchedumbre”. Nunca se supo la cifra de muertes, se habla de 50, se dice que 70, que muchos más”¦
Cuando logró zafar, sobre todo de las redadas que capturaban sin límite a quienes encontraban en las calles, el cronista regresó a la Catedral. El portal era un solo charco de sangre, parecía baldeado con pintura roja. Adentro, seis, siete cadáveres, “los muertos más muertos que vi en mi vida”, contaría después de observar aquellos rostros estallados a causa de las balas perforadas, calibre 7.62 mm de los fusiles G3 alemanes que usaba la Guardia.
Ahí lo conoció. Había unos 15 familiares alrededor de un hombre no muy alto, con los hábitos arzobispales. Se acercó bajo el impacto que le causaban los cadáveres, la sangre”¦ Sin embargo, la impresión que provocaba tanto cuerpo hecho trizas, tanto pueblo masacrado, se le fue escurriendo; el ambiente no era de gritos, de desencaje, de velorio”¦ Más bien se respiraba paz, una paz -si fuese posible atreverse a expresarlo en momentos como ese- casi optimista, en medio de tanta muerte. Monseñor Romero les hablaba de la alegría de morir por algo, de entregarse por los demás, por cambiar las cosas. El periodista no atinó a grabar; apenas sacó un par de fotos, pésimas, un saludo en sordina, como pidiendo perdón, el intercambio de datos para encontrarse después, mascullando una dirección.
La situación era grave en San Salvador, miles de manifestantes buscaron cobijo en el campus de la Universidad. El Ejército, desplegado en los alrededores, no dejaba salir a nadie y amenazaba con ingresar, con el pretexto de que escondían armas; hubo efectivos que llegaron hasta el cafetín de la Asociación General de Estudiantes Universitarios Salvadoreños (AGEUS) y tiraron rafagazos contra los refugiados.
La masacre podía llegar a niveles de genocidio; pero antes llegó Romero, aquel que trasformaba en práctica cada prédica bíblica. Puso el pecho, defendió a los desprotegidos, encaró a los uniformados y fue tan sencillo como rotundo: “Toda la gente va a salir”, dictaminó. Y salió.
Así terminó la jornada. Los reporteros fueron hasta sus hoteles, escondieron los rollos de fotos en los gabinetes de los aires acondicionados, hicieron sus despachos de prensa, durmieron y al otro día sacaron el material, valioso para que el mundo viese con ojos propios lo que allí pasaba, y abandonaron el país.
El micrófono que le ganó a las bombas
Pocas semanas después, el Arzobispo ya no pudo transmitirle el mismo consuelo a su pueblo, fue cuando un esbirro del entonces capitán Roberto D”™Aubuisson lo asesinó; eran las 5 de la tarde del 24 de marzo de 1980. Antes de concretar el magnicidio, el 18 de febrero, el creador de los escuadrones de la muerte y su Unión Guerrera Blanca (UGB) dinamitaron aquella emisora que el sacerdote usó como nadie y convirtió en guía y canal informativo de los que no tenían voz. También fue un lunes, el día anterior, como cada domingo, pronunció su homilía, esta vez desde la basílica del Sagrado Corazón, que por esos días reemplazaba a la Catedral, ocupada por “gente pobre que viene huyendo de aquellos cantones donde no pueden regresar porque los persiguen y quienes no pueden refugiarse en un templo tienen que andar huyendo por los montes”.
Aquella mañana explicó que “Hay pobres…, gente con hambre, que llora, porque hay ricos” y la pobreza es “contraria a la voluntad del Señor y las más de las veces (aparece) como fruto de la injusticia y del pecado de los hombres”. Señaló a quienes “amontonan violencia y despojo en sus palacios, los que aplastan a los pobres, los que hacen que se acerque un reino de violencia acostados en camas de marfil, los que juntan casa con casa y anexionan campo a campo para ocupar todo el sitio y quedarse solos en el país”. Con el evangelio en la mano apuntó hacia "vosotros los ricos”, “los que estáis saciados, porque tendréis hambre! ¡Ay de los que ahora reís, porque haréis duelo y lloraréis!"
Al aterrizar el compromiso de su “opción preferencial por los pobres” en los “hechos de esta semana”, afirmó que “el actual Gobierno carece de sustentación popular, sólo está basado en las Fuerzas Armadas y en el apoyo de algunas potencias extranjeras”. No se privó de criticar “la noticia de que el Gobierno de Estados Unidos esté estudiando la manera de favorecer la carrera armamentista de El Salvador, enviando equipos militares y asesores para ´entrenar a tres batallones salvadoreños en logística, comunicaciones e inteligencia´”. Sin intermediarios, le habló al presidente Jimmy Carter para enrostrarle el apoyo a la Junta militar democristiana gobernante, porque “agudiza sin duda la injusticia y la represión en contra del pueblo organizado, que muchas veces ha estado luchando porque se respeten sus derechos humanos más fundamentales”. Le pidió, “como salvadoreño y Arzobispo de la Arquidiócesis de San Salvador”, que se “prohíba esta ayuda militar al Gobierno Salvadoreño” y “Garantice que su gobierno no intervenga directa o indirectamente con presiones militares, económicas, diplomáticas, etc”.
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– Y ahora qué podemos hacer?!
– Hay que hacer algo, y pronto!
– Por qué no funciona?
La ansiedad de Monseñor Romero iba en aumento, ante los reportes que le llegaban sobre los daños irreparables del transmisor, viejo y con problemas aún antes de yacer bajo los escombros del terrorismo paraestatal, que ya no toleraba un relato tan descarnado de la situación salvadoreña.
El obispo era consciente de la importancia de su mensaje; sus colaboradores cuentan su impaciencia al tener la emisora fuera del aire, dicen que “se sentía ´renco´, manco, mudo”, ante las semanas por delante que debían transcurrir hasta que se pudiese volver poner en marcha ese canal de doctrina e información.
El 24 de febrero, primer domingo de Cuaresma de 1980, Monseñor Romero no pudo multiplicar su mensaje a través de la radio dinamitada. No se calló y aprovechó “para protestar enérgicamente por este nuevo acto represivo que no es sólo contra la Iglesia sino que va directamente contra el pueblo”¦ ya que los autores de este atentado lo que quieren evitar es que el pueblo conozca la verdad, que tenga criterio para juzgar lo que está sucediendo en el país y llegue a unirse para decir en definitiva: ¡Basta ya!, que ponga fin a la explotación y dominación de la oligarquía salvadoreña”¦”
Se sorprendió ante las decenas de grabadores pegados a las bocinas de la basílica que amplificaban su palabra; serían los casetes que se usaban por ese entonces los que la trasladarían a los barrios y los pueblos del interior del país, donde la radio convertía a los patios o los ranchos más humildes en verdaderas capillas donde familias enteras seguían la misa con unción de presencia y veneración ante la voz de su “profeta”.
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Pocos meses antes, en el interior del país, una imagen se había estampado para siempre en las retinas del corazón del cronista. Contra la pared del fondo estaba la radio, la onda va y viene. Es la hora, la misa comienza, el rancho se convierte en templo y la charla en concentración total cuando el pastor arranca su homilía y lee el parte de situación, con centenares de mujeres y hombres del pueblo masacrados cada semana y un par de decenas de militares caídos en combate. Termina el recuento y Monseñor explica, habla de injusticia, habla de derechos.
Antes, la dueña de casa había corrido el trapo/puerta/cortina para invitar a la única pieza. Los colchones ya empujados contra las paredes y a disposición la pila de las pupusas más ricas del mundo, con sus rellenos de frijolitos, quesillo, algún chicharrón.
Los pájaros revoloteaban sobre los árboles que rodeaban el rancho. El visitante no los sabía identificar, apenas había memorizado que el cenzontle anuncia la hora de dejar las camas y arrancar la jornada y se encarga de pedir lluvias en medio de la sequía.