Por Marvin Galeas Perla.
Frente al pelotón de fusilamiento, el comandante Miguel Ramírez se portó con hidalguía. Se dirigió primero a toda la tropa de la Brigada Rafael Arce Zablah. Aceptó sus culpas y pidió que lo tomaran como un ejemplo no digno de imitar. Estaba lívido. Los labios pálidos. Los ojos desencajados y vacíos. Tenía la certeza de la muerte clavada en pleno pecho.
Había llovido fuerte. El suelo del norte de San Miguel estaba convertido en un pantano. Era un día particularmente gris y, pese al mal tiempo, no se movía ni una hoja. El comandante Miguel Ramírez fue llevado frente al pelotón que lo iba a pasar por las armas. Cerró los ojos y apretó los dientes. Se puso a esperar la muerte como quien espera el último tren para el infierno. A lo lejos se escuchaban explosiones y el rumor de los rotores de los helicópteros. La banda sonora de la guerra.
A mediados de 1981 lo habían nombrado jefe del frente occidental Feliciano Ama. Miguel, que tenía poco más de 20 años, era uno de los miembros más jóvenes del comité central del grupo guerrillero, al que se había unido desde la adolescencia. El comité central era una especie de grupo élite integrado por los mejores cuadros del partido.
El frente occidental era el más débil de la guerrilla. En enero de 1981, la Fuerza Armada aniquiló a una columna guerrillera en el cantón Cutumay Camones, una zona rural del departamento de Santa Ana, en el occidente del país. Decenas de incipientes combatientes murieron. Fue la más aparatosa derrota sufrida por la guerrilla. Desde entonces, el frente occidental. nunca pudo ser estructurado como tal. Miguel Ramírez trató, pero no pudo.
En 1983 se realizó una reunión clandestina de jefes guerrilleros en San Salvador. Trasladándose en la ciudad de un lugar a otro, un grupo de hombres armados hasta los dientes y vestidos de civil, lo capturó. Tiempo después, él contó que lo habían llevado a una casa particular donde lo interrogaron y lo torturaron. En un descuido de sus captores, de acuerdo con su testimonio, se escapó. Llegó como pudo a las bases guerrilleras del cerro de Guazapa. Se reincorporó a las columnas militares. Mientras tanto, en San Salvador la policía capturó a otros jefes guerrilleros en sus propios escondites. De inmediato las sospechas cayeron sobre Miguel Ramírez.
Lo desarmaron, lo capturaron y lo enviaron a la zona oriental. Nunca supe cómo fue el proceso que acabó con un veredicto condenatorio. No sé si tuvo un defensor y si hubo alguien que actuó como fiscal. En realidad no sé si hubo un proceso. Lo cierto es que en los nunca escritos códigos guerrilleros la traición se pagaba con la muerte.
El delito de Miguel, según se nos informó después, fue no haber resistido las horrorosas torturas y haber dado información valiosa al enemigo a cambio de vivir. De haber sido cierto, fue un momento de debilidad lo que le costó posteriormente la vida.
Parado frente al pelotón fusilamiento, con los dientes apretados y los ojos cerrados, Miguel quiso morir con dignidad. Se culpó a sí mismo y elogió a sus acusadores. Quizá en su último pensamiento recordó los días de su febril militancia estudiantil. Su sueño con el paraíso de la igualdad y el hombre nuevo. No lo sé.
El jefe de la unidad guerrillera dio la orden de fuego a la escuadra que iba a ejecutar la orden de matar a su propio compañero. Los diez disparos le dieron en el pecho a Miguel Ramírez. Su cuerpo ensangrentado quedó boca arriba. Lo enterraron en algún lugar del norte de San Miguel.
Nunca podré recordarlo como un tenebroso traidor, sino como un joven urbano, estudiante, clase media, que creyó en un ideal. Fue un bravo combatiente y en un momento de debilidad ante las terribles torturas de los escuadrones, prefirió seguir viviendo. Pero no se fue. Regresó al frente de guerra cuando pudo y contó la verdad de todo.
La peor traición fue olvidarse de los pobres, convertirse en unas “quiero ser”, y en caso del señor que vive en Nicaragua agarrar el dinero de impuestos para comprar relojes, licor de 7 mil dólares la botella, enloquecer como nuevo rico y seguir mintiendo como el más cínico entre los cínicos.
No me opongo a que alguien compre un Mercedes, o se vista con zapatos y ropa cara, si es con su dinero. Lo terrible es robarse el dinero de los pobres, sobre todo de los que juraron luchar por siempre por los pobres y terminaron repudiados por la misma gente.
Esta reflexión no es política, es humana, porque yo siempre fue burgués, librepensador, arrogante y miles defectos más, como pueden dar fe mis antiguos compañeros del ERP, puede haber muerto, para que sujetos como el susodicho nicaragüense, literalmente haya hecho del arreglo de las nalgas de su amante la más grande obra de su gobierno.