miércoles, 1 mayo 2024

Signos de los tiempos

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En el 2020 se deberían evocar significativos hechos ocurridos hace cuatro décadas. Me he referido a algunos ubicados durante el primer trimestre de 1980, cuando los “tambores de guerra” eran golpeados frenéticamente y ya sonaban fuerte. Está la entrega del informe final de la Comisión Especial Investigadora de Reos Políticos Desaparecidos el 3 de enero, que tensionó aún más la “relación” entre militares “duros” y miembros civiles de la Junta Revolucionaria de Gobierno, quienes renunciaron a sus cargos ‒junto con casi todo el gabinete‒ en los siguientes días; también la mayor y más imponente protesta popular en la historia nacional el 22 de enero, para dar vida a la Coordinadora Revolucionaria de Masas; y la ejecución del procurador Mario Zamora Rivas el 24 de febrero, así como el magnicidio de monseñor Óscar Arnulfo un mes exacto después.

Y hace dos días, este 30 de marzo, evoco otro suceso más: el entierro del ahora san Romero de América. Las dos plazas y las calles que abrazan la catedral metropolitana recibieron, a 68 días, otro baño de pueblo; un pueblo que, a diferencia de la anterior concentración, más que en pie de lucha estaba arrodillado y gimiendo por el dolor de ver inmolado frente al altar a su pastor. Ambas muchedumbres, más allá de su motivación, las desbandaron a balazos; ambas, también, con numerosas víctimas. La suerte estaba echada: habían asesinado a la única figura nacional, con amplio respaldo internacional, capaz de evitar el estallido que poco tiempo después se dio. Y ni sus honras fúnebres respetaron.

A Romero lo tildaron de “subversivo”, de “tonto útil del comunismo internacional”, responsable de la violencia, la muerte y el caos en el país… De tantas y tan torpes falsedades que hasta se reía de estas. “Es divertido”, dijo el 3 de junio de 1979. “Yo he recibido en esta semana ‒añadió‒ acusaciones de los dos extremos. De la extrema derecha, porque soy comunista; y de la extrema izquierda, porque ya me estoy haciendo de derecha”. A final de cuentas, quienes lo convirtieron en mártir nunca aceptaron ni aún aceptan que su causa fue la defensa de los derechos humanos de las víctimas de la barbarie, sin importar ni su condición social ni su opción política.

Hemos defendido ‒aseguró el 8 de mayo de 1977‒ la vida del canciller Borgonovo Pohl y estamos queriendo defenderla. No queremos que lo vayan a hacer víctima de la violencia. Pero junto con esa madre de Borgonovo Pohl que sufre estamos con las madres de todos los prisioneros, de todos los que sufren. No estamos, pues, por una clase social”. Y era cierto. Defendía, pues, la vida; no la muerte. Y lo mataron quienes no toleraban eso, por ser adalides de esta última para mantener sus privilegios.

Y 40 años después, signos de los tiempos, desde el poder político siguen las afirmaciones similares. En medio de la crisis actual por la pandemia del coronavirus, Nayib Bukele asegura: “A veces parece qué (sic) hay algunas organizaciones de ‘derechos humanos’ que solo trabajan para lograr que mueran más humanos. Cuando era la delincuencia pensé que era algo ideológico, pero ahora también están de lado del virus. ¿Qué buscan estas organizaciones?”.

¿Qué busca usted?, le pregunto yo. ¿Qué nadie disienta de sus tuits presidenciales? ¿Qué toda la gente le agache la cabeza? ¿Qué nadie piense? ¿Qué todo nuestro doloroso pasado se olvide? De la matanza de 1932 pasaron cuatro décadas para que se comenzara a calentar aún más la entonces “olla de presión” llamada El Salvador, hasta que ‒ya sin “válvula de escape”‒ estallara en enero de 1981 con el inicio de la guerra. También cuatro décadas después desde el magnicidio de Romero, ¿se va a dedicar a hacer lo mismo?

Si tiene cómo respaldar su temeraria aseveración, denuncie en la Fiscalía General de la República a esas organizaciones “promuerte”. Debería saber usted o alguno de sus asesores que el artículo 23 de nuestro Código Penal determina que existe “conspiración cuando dos o más personas se conciertan para la ejecución de un delito y resuelven ejecutarlo”. Asimismo, el 129-A establece que la conspiración en el caso del homicidio agravado se paga con una pena de 30 a 50 años de prisión. Pienso que si hace tan temeraria acusación, a usted más que a nadie le compete hacer uso de la institucionalidad pertinente. ¿O no?

El Salvador es la cuna del santo patrono de los derechos humanos. Lastimosamente, por las circunstancias actuales que prevalecen en el país y el mundo, en el 40 aniversario de su ejecución aún impune este no pudo ser homenajeado como se merece. Pero lo suyo, señor Bukele, realmente es una afrenta a su memoria y legado. ¿Será que serán cíclicas las más terribles desventuras de este sufrido pueblo que sobrevive en histórica y permanente adversidad, cuyos lamentos siguen y seguirán “subiendo hasta el cielo cada día más tumultuosos”?

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Benjamín Cuéllar Martínez
Benjamín Cuéllar Martínez
Salvadoreño. Fundador del Laboratorio de Investigación y Acción Social contra la Impunidad, así como de Víctimas Demandantes (VIDAS). Columnista de ContraPunto.
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