Mujeres, cocina y fiestas de fin de año

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En este perí­odo del año no puedo evitar recordar el perfume del pan especiado con canela, nuez moscada, lleno de pasas y frutas confitadas que mi madre preparaba para vender en Navidad

Las fiestas de fin de año son un perí­odo de consumo y por tanto de hacer negocios. Muchas medianas, pequeñas y microempresarias, encabezadas por mujeres, aprovechan esta temporada para, desde la cocina, conseguir un poco de autonomí­a económica.

Las biografí­as de muchas mujeres y hombres salvadoreños están marcadas por los recuerdos de madres que aprovechaban (y seguramente lo hacen todaví­a) el periodo de las fiestas de fin de año para redoblar el trabajo reproductivo y ganar un poco más de dinero con sus tamales, gallinas y pavos al horno, pasteles y pan dulce hechos por encargo.

Mi historia personal está llena de similares recuerdos: mi abuela materna, tí­as y mi propia madre han trabajado duro toda su vida y lograron, desde el trabajo en la cocina, sacar adelante hijas e hijos, procurándoles una educación superior a la que ellas no tuvieron acceso. La desvalorización que el patriarcado hace del trabajo reproductivo por un lado y la tradicionalidad que las feministas, justamente, le atribuimos a la preparación de alimentos por otro, provocan un cierto rechazo de los saberes de la cocina. Sin embargo, en esta columna quiero visibilizarlo y reconocer que es a través de esos saberes y esfuerzos que ahora somos las personas que somos.

La comida es un acto polí­tico porque hace la diferencia entre el hambre y la saciedad. Son las mujeres quienes, con sabidurí­a, han combinado ingredientes sencillos presentes en sus territorios y creado platos que alimentaron a enteras generaciones. Mi abuela preparaba los tamales, decí­a ella, como se hací­a antes. Es decir que cocí­a el maí­z personalmente, vigilaba que viniese molido adecuadamente para luego mezclarlo con la sopa de gallina, pasarla a través de una manta especial para que la masa de los tamales fuese fina, la carne y la salsa preparada con las especias “relajo”. Los tamales quedaban deliciosos ya fueran de gallina o de cerdo. Ella tení­a la delicadeza de preparar para mí­ los tamales dulces que eran y son mis favoritos. Ni hablar de sus deliciosas cocadas, de la conserva de leche o de semilla de marañón. ¡Todo preparado estrictamente en su cocina!!  La familia y su clientela quedaban siempre satisfechas.

En este perí­odo del año no puedo evitar recordar el perfume del pan especiado con canela, nuez moscada, lleno de pasas y frutas confitadas que mi madre preparaba para vender en Navidad. Afortunadamente para nosotros aún lo sigue haciendo. El aroma que salí­a de horno llenaba nuestra casa, llenaba nuestra vida, me concedí­a una cierta serenidad al grado que, donde quiera que me encuentre, aromas similares me trasladan a los dí­as afanosos de la cocina de nuestra casa. Como gran trabajadora, mi madre vendí­a curtidos a una cadena de supermercados y su secreto era cortar todas las verduras estrictamente a mano, hacer su propio vinagre, mezclar las especias “secretas” y sobre todo, cocer todo en fuego de leña para darle ese “toque especial”. Los encurtidos dejaron de producirse porque la cadena de supermercados a la que vendí­a decidió producirlos internamente y automatizar el proceso.

Cuántas mujeres se dedican a hacer comida para vender para aprovechar la temporada acentuando los colores y sabores de las fiestas de fin de año. Se da una profusa producción de tamales de pollo o de gallina, ticucos, tamales de cambray, gallina en aiguaste, “chompipe” al horno, panes con chumpe, quesadillas, pan menudo, dulces de camote, nance, tamarindo, conservas de coco y otras especialidades que serí­a largo enumerar. Toda esta microeconomí­a invisible la moverán cientos de miles de mujeres desde sus cocinas de casa o improvisadas en una champa en las aceras de las calles. He dedicado estas lí­neas a esas mujeres que generan ingresos para sus familias, que buscan afanosamente su propia autonomí­a económica y una vida mejor para sus hijas e hijos y que muchas veces se extiende a nietas y nietos. Ojalá que el futuro mejor de nuestro paí­s se construya con la suma de experiencias positivas como las que cotidianamente nos enseñan las mujeres salvadoreñas que se encuentran en esa economí­a sumergida y voluntariamente invisibilizada por el patriarcado.

Concluyo diciendo que esta economí­a informal como la llaman los economistas, no obstante que sea desvalorizada e invisible en las estadí­sticas nacionales y en el imaginario colectivo institucional es la que en el pasado (y en el presente) ha sacado adelante a enteras generaciones de mujeres y hombres salvadoreños. En ausencia de polí­ticas públicas que lleguen a los sectores más pobres de la población, el trabajo reproductivo de las mujeres desde sus cocinas, con sus canastos y sus ventas en las aceras de las calles y en los puestos del mercado se convierten en una polí­tica pública efectiva que logra, no sin grandes dolores y sacrificios, sacar adelante a hijas e hijos.

El Estado cuenta, sin visibilizarlo en las estadí­sticas nacionales y sin reconocerlo, con el trabajo reproductivo realizado fundamentalmente por las mujeres, “(“¦) trabajo que actúa como amortiguador de las necesidades sociales de cuidados” (Carrasco, C.) de salud y educación.  En otras palabras, el trabajo reproductivo que realizan las mujeres (acompañadas por niñas y niños) da lugar a procesos sin los cuales la economí­a salvadoreña no podrí­a sobrevivir.

Dedicado a mi madre, hermano, hermana y a nuestra vida juntos.

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Sonia Cansino
Sonia Cansino
Columnista Contrapunto
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