Todo comenzó el viernes 31 de enero del año pasado. Los medios de información anunciaron ese día a la primera persona contagiada por la pandemia en territorio español. A partir de ese momento, era cuestión de días o semanas para que el coronavirus se expandiera por el resto de la Península Ibérica. Para esos momentos, muchos quizá no alcanzábamos a dimensionar la tragedia a la que nos enfrentábamos.
El martes 15 de febrero, los medios catalanes de información difundieron que el SARS-Cov-2 ya estaba presente en Cataluña. Fui a buscar a mi hija a su escuela en su horario habitual, pero le dije a mi esposa que compraría otros botes de alcohol gel y guantes a alguno de los supermercados o farmacias de los alrededores. Dimos varias vueltas por aquel barrio y sólo en una farmacia accedieron a vendernos un bote grande gel, pero nada más. El pánico se había desatado.
El jueves 12 de marzo nos confinaron dentro de nuestros hogares. Mi hijo de dos años apenas llevaba una semana que le habían quitado el yeso de una operación en su pie derecho, que le practicaron dos meses antes. Aún le costaba caminar. Por eso, le hice una foto sentado frente a la televisión. Por las mismas fechas, mi esposa había terminado su contrato y entraba a la inmensa red de desempleados. A partir de ese momento, la casa pasaba a depender de nuestros ahorros y algunos ingresos ocasionales. No había lugar para las dudas ni las desesperanzas.
El viernes 13 quise ir al supermercado a hacer la compra, pero desistí por la cantidad de personas que entraban y salían del recinto. Por eso, fui hasta el sábado, al mediodía. El tropel humano era impresionante. La mayor parte de la gente no usaba ni guantes ni mascarilla. Yo ya llevaba tres días de sentir que mi cuerpo alojaba un resfrío y me dolía, pero no tenía fiebre ni otros síntomas. La cola para pagar era inmensa y se lo dije a mi esposa en un WhatsApp. Regresé a casa hacia las 4 de la tarde.
Al día siguiente, un extraño cansancio se apoderó de mi cuerpo.
El lunes 16 de marzo de 2020, me desperté con una fuerte opresión en el pecho. Me levanté de la cama y caminé los tres metros que separan a nuestro dormitorio del cuarto de baño. Me senté en la taza del inodoro. Mi cuerpo se tardó una media hora en encontrar una bocanada de aire. Parecía tener un ataque crónico de asma, como los que de niño le daban a mi hermano. El dolor de cabeza era punzante y ya tenía algunas décimas de fiebre. La preocupación vino anexa a la diarrea. Parecía que hasta el agua que bebía me producía evacuaciones intensas y de muy mal olor, como si una pescadería se me hubiera podrido en las entrañas.
Me aislé en el dormitorio. Sólo quería dormir. Como me había dado de alta en una app de los servicios catalanes de salud, me reporté y me comenzaron a dar seguimiento. Mientras, mis hijos jugaban en la sala o veían sus programas. Yo no tenía ánimos para nada, ni siquiera para comer. Sólo quería dormir y que todo ese malestar se fuera así de rápido como había llegado. Mi esposa me decía que no dejara que la fiebre avanzara, que me duchara y que me levantara. Cada movimiento implicaba buscar aire para respirar y mis pulmones no lo encontraban.
El martes 17 sentí que las fuerzas me abandonaban. Mis pulmones parecían perder la batalla por la vida. Marqué entonces al teléfono de la app. La chica que me atendió me dijo, a gritos, que pidiera una ambulancia para que me llevaran de emergencia al hospital de referencia para nuestro barrio. En los siguientes minutos, sentí pánico. Me aterroricé. Yo, sobreviviente de una guerra, terremotos, huracanes, pobreza y más, esa mañana le vi demasiado cerca el rostro a la muerte, mientras me faltaba el aire, la diarrea no me daba tregua y la fiebre tendía a incrementarse.
No fue nada fácil. Y quizá hasta fui irresponsable. Lo reconozco. Pero pensé en que, si me iba al hospital, me iban a meter directamente a la UCI, me entubarían y quizá me moriría, sin volver a ver a mi familia. En esos días, morir en una sala hospitalaria europea implicaba que los tuyos jamás te volvieran a ver, porque te metían en un ataúd sellado y te llevaban directamente al cementerio o al crematorio municipal. Y me dio terror pensar en las escenas que veíamos días antes por la televisión. Y decidí no llamar a la ambulancia, quedarme aislado y que mi cuerpo diabético presentara la que podría ser su batalla final.
De común acuerdo con los médicos que me monitoreaban por la app, tomé pastillas para el dolor de cabeza y la diarrea y mantuve mis dosis diarias de metformina e insulina. Mi esposa preparó alimentos sanos y nutritivos, descansé mucho y comencé a dar paseos cortos por la habitación y por la casa, con mascarilla permanente para reducir las posibilidades de contagio. Si a mis hijos los pude contagiar, sólo hubo testimonio en un pañal del pequeñito, con una deposición de color extraño. Fuera de eso, nadie más presentó ningún síntoma entonces. Y así siguen, hasta ahora. Mi esposa sostiene que ella tuvo coronavirus en noviembre de 2019, cuando hubo unos días en que una gripe le cortó varias veces la respiración, pero no pasó a más y aquel malestar se le fue de la misma forma en que se alojó en su cuerpo.
Paso a paso, comencé mi recuperación durante las siguientes semanas. Buscaba maneras de respirar mejor, hacía tareas del hogar y descansaba. Fue una verdadera lucha para no dejarme vencer, para no ser otra estadística más en un mundo dominado por el terror y la desesperanza. Mi familia me necesitaba tanto entonces como ahora y no estaba dispuesto a perderme la oportunidad de ver a mis hijos crecer y ser felices, a mi esposa doctorarse y soñar en muchos proyectos más.
Durante tres meses, la radio, la TV (que se nos quemó como a las dos semanas de iniciar el confinamiento), las redes sociales se convirtieron en nuestras fuentes de información y entretenimiento. Leímos, escuchamos música, reímos, peleamos, escuchamos, cantamos, bailamos… Hicimos de todo para tratar de no enloquecer ante los embates del encierro y de la apremiante realidad mundial. Mientras, las secuelas de la pandemia empezaron a aflorar en mi cuerpo. Una de las más evidentes fue la caída acelerada del cabello y el sangramiento de mis encías. El debilitamiento y el cansancio me duraron meses, casi tanto como los malos períodos de sueño.
Desde que resido fuera de El Salvador, esta es la segunda vez que la vida me ofrece una extensión de mis días sobre este mundo. La primera fue cuando nos salvó a mi hija y a mí de morir en el atentado de Barcelona, por tan sólo cinco minutos que nos atrasamos en salir de casa. La pandemia aún no ha cesado, pero las opciones de contagio son cada vez menores y lo agradezco. Hoy soy candidato para recibir una de las tres vacunas disponibles aquí, pues tengo casi 50 años, soy diabético y tengo dos trasplantes de córnea (1983-1984) sujeto a otro más en el cercano tiempo futuro.
Escribo esto al cumplir el primer aniversario de mi contagio por Covid-19 no para mostrarme como un héroe ni nada por el estilo, sino como una forma de agradecer la vida que se me ha dado y lamentar que tantas personas amigas hayan sucumbido bajo esta ola trágica que nos abate en todo el planeta. Agradezco desde la profundidad de mi ser también todo el apoyo que recibí de mi esposa Patricia y de nuestros hijos Filippa y Bertrand. Sin ellos, esta batalla no habría sido posible. Para ellos, todo mi amor, mis energías, mis trabajos y mis días. Para mis personas amigas y colaboradoras, gracias por su apoyo y comprensión en este tiempo. A quienes no entendieron mi situación, me juzgaron y me condenaron, también les doy las gracias y les reitero mi plena creencia en las duras verdades del karma y del destino.
Al finalizar este texto biográfico, quiero abrazar el recuerdo de mi nunca bien llorado amigo, poeta y editor Luis Borja. Ya tendremos ocasión de charlar acerca de nuestras mutuas experiencias con la pandemia. Mientras eso llega, siempre pensaré en sus hijos, en su madre y en sus sueños. Todos debiéramos de tener el derecho de poder cumplirlos antes de morir. Por mi familia y por gente valiosa como Luis, yo trataré de continuar con mis locuras para investigar y difundir la cultura salvadoreña. Alguien me escuchará hoy o mañana.