“¦ mis venas no terminan en mí, sino en la sangre unánime de los que luchan por la vida, el amor, las cosas, el paisaje y el pan, la poesía de todos.
Roque Dalton, poeta salvadoreño
(14 de mayo 1935 ““ ejecutado el 10 de mayo de 1975)
Cruz Meléndez se levantó antes que el sol aquel sábado. Tenía que preparar el desayuno para 28 jóvenes de entre 12 y 20 años, para el padre Octavio Ortiz -encargado del retiro espiritual de ese fin de semana en la casa de oración El Despertar, en el pueblo salvadoreño de San Antonio-, para dos religiosas, una enfermera, un jardinero y para ella misma, la costurera que haría de cocinera.
Eran las 6 de la mañana del 20 de enero de 1979 y “la doña” tenía el trabajo avanzado; frijolitos, arroz, los huevos a la mano, para patearlos en un instante, la natilla sobre la mesada… Decidió iniciar el trabajo de limpieza de las mesas del salón principal; no sería extraño que sus oraciones en silencio la aislasen hasta del canto de los pájaros que, en ese lugar, anidan a 2500 metros. Sin embargo, un estallido como de volcán la hizo trastabillar; tembló, alcanzó a ver cómo se astillaba el portón de entrada, destruido por una tanqueta de la Guardia Nacional; se horrorizó con el grupo de soldados que ocupó todo el espacio, la vida entera, e instaló la muerte en medio del griterío de la muchachada que empezaba a despertarse.
Octavio, de 34 años -ordenado sacerdote por Monseñor Oscar Arnulfo Romero el 9 de marzo de 1974-, salió corriendo de su cuarto, alcanzó solo a preguntar “¿qué pasa?” cuando un balazo le reventó el pecho y el blindado le pasó por “encima de la cara y lo desfiguraron”, como contaría la costurera que pensaba alimentarlo, a él y a los otros cuatro asesinados, dos de 16 y dos de 22 años que, en lugar de las “armas” imaginadas por el escuadrón de la muerte, empuñaban guitarras y cancioneros católicos.
Al enterarse de la masacre, sus detalles, de las edades, de las paredes encharcadas de rojo, del cuerpo de su discípulo “en el suelo, encima de la sangre, que salía de su cabeza”, el arzobispo de San Salvador, quedó conmocionado.
Dos años antes, el 12 de marzo de 1977 los escuadrones habían emboscado y ametrallado al padre Rutilio Grande y a sus acompañantes, Manuel Solórzano de 72 años y Nelson Rutilio Lemus de 16. Iban a celebrar la misa vespertina de la novena de San José en el municipio de El Paisnal. Fue el arranque de la campaña “Haga patria, mate un cura” que le costaría la vida a medio de millar de religiosas y religiosos y de “mártires anónimos” asesinados “por predicar la fe católica”.
Grande fue uno de los jesuitas responsables de la organización de las Comunidades Eclesiales de Base y de la formación de sus líderes campesinos, actividades despreciadas y perseguidas por las “14 familias” dueñas del “Pulgarcito de América”, aquella oligarquía cafetalera, hoy transmutada en transnacionales basadas en el capital financiero inglés, estadounidense, colombiano o canadiense. Fue amigo, confidente y muy influyente en la forma de concebir a la iglesia que desarrollaría Oscar Arnulfo Romero, quien consideró que hasta el día mismo del crimen de su mentor había estado “ciego y del lado de los ricos”. “Me había olvidado que el evangelio nos pide estar al lado de los pobres, y no viviendo en el palacio”, decía quien también recorrería el camino del martirio, después de considerarse un “converso” gracias a Rutilio, a quien colocaba en el altar de sus propios santos.
Para muchos esa fue la gota que colmó el vaso de su paciencia hacia los poderosos, a quien había llegado a representar en el sillón más elevado de la jerarquía religiosa salvadoreña, con la confianza del Vaticano, educado en sus costumbres y sus vicios burocráticos, imaginado por las jerarquías como alguien que podría constituir un freno a la actividad de compromiso con los más pobres que desarrollaba la Arquidiócesis. El sector renovador de la iglesia, por el contrario, esperaba el nombramiento de Monseñor Arturo Rivera y Damas, a quien veían como un sacerdote más comprometido con los pobres y opuesto a los gobiernos de los poderosos.
La “Masacre de El Despertar” también aparece como la gota dolorosa que aceleró la ruptura de Romero. Los guerrilleros, por ejemplo, en los años en que el cronista recorría aquellas rutas, asociaban la postura frontal adoptada por el arzobispo con aquella matanza, registrada en una casa de retiros espirituales, donde chicas y chicos iniciaban un camino que, seguramente, los conduciría a denunciar las injusticias terrenales.
Es que “los monstruos verdes” habían “invadido el paraíso” aquella mañana de enero, como lo pintó con su pincel de reportero Abelardo “el negro” Plá -desaparecido después de semejante descripción-, impactado por aquellas imágenes, con “algunos de los cadáveres colocados en el techo para asegurar que desde ese lugar atacaron a los militares”.
A las 11 de la noche del propio día de la masacre, los muertos de El Despertar reposaban en la Catedral. Monseñor Romero pronunció un responso en su honor ante un templo tan repleto como indignado. Ordenó que todos los sacerdotes suspendieran sus horarios del día siguiente para asistir a la misa de las 8 de la mañana en la que denunció los sucesos en su homilía, multiplicada por miles por las ondas de la emisora del arzobispado, la YSAX.
La Voz de los que no tienen Voz
La indignación del arzobispo recorrió todo el país gracias a la transmisión. Frente a más de 100 clérigos, decenas de monjas y laicos y centenares de personas que obligaron a celebrar el oficio en la calle, estremeció las conciencias de una plaza repleta al remarcar que “El pobre Octavio murió con la cara ´apachada´. ¿Qué le pasó encima? No lo sabemos, pero el médico dice que “˜Murió de un aplastamiento”™. Para arreglarlo en la funeraria Auxiliadora tuvieron que hacer grandes esfuerzos, no pudieron dejarlo como era. Octavio ya se transformó, porque dio su cara por Cristo”. Usó la palabra “patzoa“, derivada del náhuatl, para describir el rostro de su discípulo aplastado por la tanqueta.
Durante las décadas de 1970 y 1980 la emisora transmitió la misa dominical en directo, desde la iglesia principal de El Salvador; se convirtió en el parlante de la voz de Romero a partir de su asunción como Arzobispo de San Salvador el 22 de febrero de 1977 y hasta la última de sus homilías, el 23 de marzo de 1980, aquella en la que expresó su compromiso máximo e inició el conteo final del disparó de la bala que lo asesinaría al día siguiente. Esa mañana rogó y exigió “En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡Cese la represión”¦!”