sábado, 27 abril 2024
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I. Orfandad e historia según Jaraguá

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Por Rafael Lara-Martínez

Desde Comala siempre…

Durante la fuga migratoria terrenal, la identidad la definen “los morros…retorcidos de angustia”.  En su estallido adquieren la vocación del “zacate…quionde quiera que lo siembran nace”…

Onde me tiraron, ahí fui a renacer

Resumen: Si el sujeto determina la elección del objeto, el tópico no resulta completamente neutral.  En particular, esta dependencia define la historia cultural, cuya investigación intenta restaurar un legado pretérito en el presente.  Según el autor salvadoreño Napoleón Rodríguez Ruiz (1910-1987) en su novela Jaraguá (1950), la búsqueda del padre dicta la historiografía como pesquisa para aliviar su pérdida y justificar el futuro.  El presente representa una orfandad en la cual reestablecer una herencia paterna faltante —la ausencia objetiva de la Muerte— ofrece un proyecto político utópico.  Escribir propone el retorno simbólico de un desfalco congénito y violento que debe enmendarse. 

*****

Quizás la enseñanza suprema de la célebre novela regionalista “Jaraguá” (1950) de Napoleón Rodríguez Ruiz (1910-1987) defina la unión de los opuestos en la historia cultural.  La objetividad es subjetiva.   La objetividad del realismo la determina la búsqueda subjetiva del protagonista.  En anticipo rulfeano, sujeto a la Matria —al deseo materno viviente— el transcurso lineal de la novela narra la pérdida y el hallazgo del Nombre-del-Padre.  En paradoja la madre, La Loncha, proviene del des-madre.  Crece abandonada y “huérfana de cariño”, hasta engendrar solitaria a la deriva migratoria.  Su hijo, Jaraguá, nace de un padre difunto, descuartizado.  Muerto después de concebirlo —”cuerpo tasajiado…clarinadas fúnebres”— el acto original el narrador lo percibe como el origen bestial del cual proviene el ser humano.  Pese al amor entrañable, se trata de “el revuelco animal y salvaje del macho con la hembra”.  Igualmente, ese padre muerto por celos a machetazos triplica la orfandad: “su madre murió del parto”.  Este trío de huérfanos señala el principio —el inicio y el axioma— que conduce hacia el objetivo final de establecer la justicia en las haciendas costeras salvadoreñas.  Se nace huérfano; se crece en el ex-silio del ex-sito y se madura en el intento de restaurar la ausencia de ese desamparo en una nueva Matria-Patria.

La narrativa poética de la historia es un duelo y un velorio, durante los cuales los vivos ejercen una doble actividad de responso.  “Alegran el camino al difunto” —por un homenaje al Muerto— y luego cada año “colocan ofrendas de flores (Anthos) “a los difuntos”.  Hoy los llaman conmemoraciones poéticas que —a manera de orfanato— anhelan actualizar y mitigar el abandono de una pérdida mortuoria.  “Sin padre” —”concebido en un drama de sangre y nacido en tragedia”— Jaraguá sabe que “esa ignorancia” del “origen” constituye su condena.  Por eso, “la vida es la tarea más dura” y morir joven le concede al ser humano “la gloria” de “ahorrarse el trabajo de vivir”.  La vejez ofrece una dolencia y un calvario, ante todo para quien, durante su migración terrenal, desconoce la estirpe de la cual brota.  La violencia fundadora provoca la orfandad en un mundo viril donde la mujer representa a “una ambulante…una aventurera…una putiya” que “quién sabe con cuántos se revolcó”.  Entretanto, los varones corean “el chinchineo de los corvos” para exigir la entrega femenina involuntaria.

En esta búsqueda del padre muerto —”memoria de mi ma…” para La Loncha— los hechos objetivos que la historia social denomina “patronazgo” y “clientelismo”, en la literatura adquieren un contenido subjetivo estricto.  La lealtad del campesinado hacia el hacendado la erige una relación sentimental según la cual se exige “quel patrón seya como un padre pal pión”.  Sólo en el momento en que Jaraguá reconoce tal afección —”estimo a don Pancho como si juera mi padre”— la novela abre la posibilidad de redención social.  Esta liberación consiste en la redistribución del producto de la hacienda, ya que el padre-propietario asume la obligación de preservar la vivienda, la educación y la salud de sus trabajadores-hijos.  El hacendado y sus colonos se enlazan en relaciones de parentesco afectivas por el intercambio de dones.  Así se crea la trinidad del padre-patrón-patria bajo un solo emblema masculino, a cuadrar en el patrimonio.  La cuestión de un género dispar queda pendiente.  No extraña que el legado paterno le encomiende a su hija, La Janda, proseguir la tradición culinaria femenina, al entregar su mano como futura esposa de Jaraguá.  “Le echás sus tortillitas y le cocés bien los tinecos”.  

El programa social que calificaría de “socialismo” o “comunismo”, Jaraguá lo deriva de admitir la paternidad ausente en su niñez.  Al “patrón…debemos considerarlo como a nuestro padre”.  Por esta devoción cordial, “la hacienda de don Pancho se convirtió en breve tiempo en la primera de la costa”.  Ahí los domingos se distribuye “carne asada”, se vacuna con quinina a los peones contra la epidemia cíclica de paludismo, se facilita la vivienda y el cultivo de la milpa familiar.  El ascenso social de Jaraguá a mayordomo —el aprecio de los subalternos— lo motiva tanto su actitud personal, como su reverencia por la paternidad, pilar central de la economía y del poder político.  En este paternalismo culmina la utopía de la novela.  Jaraguá restaura el Nombre-del-Padre difunto en la hacienda que hereda, al “procurar que cada uno de ustedes…tenga su tajito’e tierra onde trabajar y hacer su milpa”. 

Estos hechos Rodríguez Ruiz los relata como una investigación de la tradición oral y de la geografía de la costa.  Según esa Biblioteca de Babel, la documentación primaria no sólo existe en el papel impreso que guardan los archivos nacionales.  A este repertorio se añaden múltiples expedientes po-Éticos que la historia convencional suele relegar.  En efecto, la oralidad plasma la escritura (graphos) de la tierra (geo).  En la naturaleza perdura el paso de los ancestros muertos.  Como “ser es estar (Dasein)”, la historia humana sucede en un lugar cuyos epígrafes codificados sólo los descifran sus habitantes.  A todo lo largo de la novela, esas estelas se llaman “el llanto de la noche”, “los caminos de la liviandad”, “los vientres de la tierra”, “la venganza de la montaña”, “el coqueteo de las estrellas, “la voz de la tierra”, “los manglares perezosos”, “la pizarra del agua”, etc. 

De esos sitios sobresalen “las sombras de los muertos”.  Quién reconoce dónde la madre abandona a La Loncha, dónde muere de parto la madre de Marcia —abuela de Jaraguá— dónde se esparcen los “pingajos dispersos y huesos triturados” de Marcia —Nombre-del-Padre difunto— dónde “la pandilla de urracas lame “la sangre y el dolor” del parto solitario en “la hojarasca” migrante, etc.  Sólo quién en su capacidad de lectura averigüe dónde viven los muertos, es capaz de hablar de la historia de ese lugar.  En todo ese terruño se halla inscrito un epitafio, ya que ahí deambulan los muertos, esto es, el objeto sin sentimiento de la historia científica es Fantasma.  “Las almas andan errantes como las hojas amarillas”.  Sólo “el hijo” que olvida “donde… está la tumba de la madre” ignora esa vertiente poética de la historia. 

En verdad —declara otra voz— “los muertos no necesitan flores” (Anthos), ya que “eyos mismos se la cacheyan pues deyos mismos nacen…todito ese monte ha nacido de los muertos”.  No hay historia que no declare la Muerte.  Sea alimento o adorno, la flora del mundo brota de los muertos.  De los muertos quienes luego de su siembra/entierro (-tuka) retoñan en esperanza verde de hoja.  Este “ser es estar (Dasein)” en el Mundo, sólo lo esquiva el miedo científico del más vivo al declararse universal, eterno y sin Muerte a quien honrar sentimentalmente.  En ese instante de arrogancia objetiva, sucede la “juerga de difuntos frente a la mentira de los vivos”, es decir, la ignorancia de la orfandad del presente, sin un pasado difunto ni un futuro innato.  “El pensamiento (racional) vibra sólo para el presente”.  En contraposición suplementaria, la orfandad sentimental del presente admite la ausencia objetiva de la Muerte y la dificultad de restaurar su presencia abolida en proyectos futuros.  Ante la consciencia de sus orígenes violentos y del desamparo actual, esta coda deja en suspenso la dinámica entre el recuerdo —”la vergüenza de su pasado”, los “remordimientos”— y el olvido que reconforta nuestra pesadilla cotidiana. 

Nota final: El estilo del ensayo literario omite las citas para ofrecer una lectura más fluida e incentivar la revisión directa de la novela.  Además, debe consultarse la “Conferencia dictada sobre su obra Jaraguá” (“Revista Anaqueles”, 1979: 26-38, http://www.redicces.org.sv/jspui/bitstream/10972/2568/1/Revista%20Anaqueles%202%20de%201979.pdf), en la cual Rodríguez Ruiz declara la intención testimonial y vivencial de la novela.  Se trata del “ambiente en que transcurrieron los años de mi infancia” en la “propiedad rural de mis padres adoptivos”.  La “descripción realista, no inventada,” transcribe “un puñado de recuerdos” que prosiguen el “apogeo de la literatura…costumbrista”.

NdelE: Foto de portada del escritor y abogado Napoleón Rodríguez Ruiz 

(*) El autor es Professor Emeritus, New Mexico Tech.

Email: [email protected]

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Rafael Lara-Martí­nez
Rafael Lara-Martí­nez
Investigador literario, académico, crítico de arte. Salvadoreño, reside en Francia. Columnista de ContraPunto.

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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