El domingo 1 de octubre de 2017 pasará a formar parte de la historia de la infamia de España. Una jornada triste y desoladora para un país que aun con todo lo visto no sale de una dinámica que solo lleva a su ruptura. Unos defienden un referéndum que no fue tal, sin garantías, sin censo oficial ni mesas legalmente constituidas, sin escrutinio. Otros defienden la actuación de un gobierno que mandó a sus policías a reprimir violentamente a grupos de personas que acudían a colegios electorales armados solamente con papeletas y urnas.
El gobierno español decidió reprimir violentamente a una sociedad que estaba citada a votar, nada más. Gente que, orgullosa y decidida, quería dejar claro que ya no quieren ser españoles. La votación, ilegalizada por el Tribunal Constitucional y torpedeada por la justicia, con la detención de las personas que la estaban organizando y la requisa de urnas y de millones de papeletas, no iba a contar con las mínimas garantías. Sería una movilización, una manifestación pacífica, una fiesta independentista, pero no un referéndum. Aun así, aunque no hacía falta, Mariano Rajoy y sus ministros decidieron dar un paso más y utilizar directamente la represión policial contra las personas que querían participar.
Un desastre, un error garrafal e histórico que desgarra aún más y en muchos aspectos definitivamente los vínculos entre los pueblos de España y Cataluña.
La sensación que queda es que España pierde Cataluña, que esa sociedad se va a no se sabe dónde, sin un rumbo definido, pero que prefiere estar en un limbo internacional durante algunos años que continuar formando parte de un estado que siente que la ha humillado y menospreciado desde siempre y que este domingo añadió a esto las porras de sus antidisturbios. Demasiado parecido al Franquismo, demasiado rancio, cerril y fascista. Demasiado España mediocre de la de siempre, de la incapaz de aceptar que esta es una región moderna, emprendedora, trabajadora y civilizada que además defiende orgullosamente su lengua y su cultura. Demasiado para Cataluña.
El proceso de desconexión que comenzó hace siete años está en un momento crucial. Lo más probable es que el gobierno catalán declare unilateralmente la independencia en los próximos días. No se sabe qué pasará entonces. Es muy posible que el gobierno de España opte por suspender la autonomía de la región, tomar el control de sus instituciones, inhabilitar a sus dirigentes y después iniciar un proceso más o menos largo hacia nuevas elecciones autonómicas. Pero lo que está claro es que tras esta actuación del gobierno el Estado español es hoy más débil en Cataluña, pero también en el ámbito internacional. Y sobre todo en la sociedad catalana.
El Procés
En 2003 hubo elecciones autonómicas al Parlamento de Cataluña. El candidato del Partido Socialista (PSOE), Pascual Maragall, podía ganar después de 23 años de gobierno de Jordi Puyol. Planteaba la redacción y aprobación de un nuevo Estatut para tener más autonomía, para profundizar en el autogobierno y para reconocer a Cataluña como una nación. El entonces líder del PSOE, José Luis Rodríguez Zapatero, le apoyó y prometió que si ganaba las elecciones generales del año siguiente apoyaría el Estatut que aprobara el Parlamento catalán. Ambos ganaron, Maragall y Zapatero. Y el Parlamento catalán aprobó un Estatut con el apoyo del 90% de la cámara. En el Congreso de Madrid se le limaron algunos términos y se sometió a referéndum en Cataluña, obteniendo un 75% por de apoyo ciudadano.
Todo esto fue en 2006. El Partido Popular de Mariano Rajoy, en un estado rabioso tras perder las elecciones de 2004 tres días después del horroroso atentado de Atocha del 11 de marzo, inició una ofensiva contra ese Estatut ampliamente aceptado por los catalanes. La campaña consistió en recoger millones de firmas por toda España contra el mismo, acompañado de una ofensiva anticatalanista repleta de ofensas infames que llegó al extremo de pedir que se hiciera boicot a los productos catalanes en el resto del estado. Un dislate mayúsculo que avivó el ascua del resentimiento y el odio mutuo entre nacionalistas españoles y catalanes. Un resentimiento que viene de decenas de años atrás; del Franquismo, de la Guerra Civil, de la Semana Trágica de Barcelona en 1909, de la Primera República en el siglo XIX”¦
En otro frente, el PP interpuso un recurso contra el Estatut en el Tribunal Constitucional. Durante años, además, bloqueó la renovación de sus miembros, en un flagrante incumplimiento de la ley que entonces no parecía preocuparle. En ese momento no le interesaba perder la mayoría conservadora que había instalado en el tribunal durante los gobiernos de José María Aznar.
Finalmente, el 28 de junio de 2010, cuatro años después, se dio a conocer el fallo de dicho tribunal en contra de todos los artículos del Estatut que se referían al reconocimiento de Cataluña como nación y otros muchos sobre la financiación. Es decir, anuló todo lo que de avance había supuesto esta ley y dinamitó un pacto de convivencia entre España y Cataluña que hubiera dado tranquilidad por décadas.
Al día siguiente de este fallo, más de un millón de personas se manifestaron en Barcelona. Fue el inicio del llamado Procés, el punto de partida desde el que se ha llegado a la situación actual. Una movilización masiva, pacífica, convocada por la sociedad civil.
El problema es que la Selección Española ganó por esos días el Mundial de Fútbol, con lo que esta protesta quedó acallada por unas celebraciones en las que además se exaltó hasta el infinito el españolismo y su bandera. ¿Cómo en estos momentos íbamos a ocuparnos de unos catalanes que protestaban porque quieren ser reconocidos como nación?
Unos meses después, el 11 de septiembre, otra vez cientos de miles de personas salieron a las calles de Barcelona a celebrar su Diada, el día de Cataluña, pidiendo la independencia.
Artur Mas, otro de los actores principales de esta historia, había perdido las elecciones que ganó Maragall en 2003. Estuvo en la oposición hasta que ganó las de 2010. A finales de ese año tomó posesión como presidente, como el sucesor de Jordi Puyol y como líder del partido de la burguesía catalana, Convergencia i Unió (CiU). Esta coalición nació en la Transición para participar activamente en la misma, siendo parte de todos los pactos que se produjeron y con uno de sus representantes entre los redactores de la Constitución. Ni Artur Mas ni su partido habían sido nunca independentistas. Muy al contrario, habían sido constructores del régimen nacido en 1978 tras la muerte de Franco.
Cataluña seguía bullendo de indignación mientras desde el gobierno de España no se le prestaba atención. La diada de 2011 fue más multitudinaria y reivindicativa que la del año anterior. Artur Mas estaba inquieto. Había prometido a sus votantes un nuevo pacto fiscal con el Estado, que acercara el status de Cataluña al de País Vasco y Navarra, que cuentan con fueros históricos por los que gestionan sus impuestos con más autonomía que el resto de regiones españolas. Por otro lado, en lo más duro de la crisis económica, los severos recortes en servicios públicos que estaba aplicando su gobierno le estaban granjeando un enorme descontento social. Por si fuera poco, veía con preocupación cómo los casos de corrupción que afectaban a su partido iban aflorando poco a poco después de décadas de una suerte de omertá que los había ocultado.
Mas fue a Moncloa a hablar de ese pacto fiscal con el que desde hacía unos meses era el nuevo presidente del gobierno español, Mariano Rajoy. Cuando salió de la reunión solo pudo decir que había sido imposible obtener nada. Se había encontrado con una puerta cerrada, con un no sin matices. Rajoy no estaba dispuesto a conceder nada a Cataluña.
Así que volvió con las manos vacías de Madrid. La diada de 2012 fue tan numerosa que, aunque él no asistió, decidió convocar nuevas elecciones. Su discurso había virado en redondo y ahora CiU lideraba el soberanismo catalán. Se subió a una ola social y ciudadana que le venía de perlas. De un plumazo borraba sus recortes, su corrupción y su incapacidad para obtener algo de España, como había logrado Pujol durante décadas. A partir de entonces, todos los ataques que se le hicieran a él o a su partido eran ataques contra Cataluña y contra el Procés.
Tras volver a ganar, aunque con menos votos, se alió con Esquerra Republicana de Catalunya (ERC) para gobernar. En su programa, más pasos en el Procés, entre ellos un referéndum de autodeterminación. El discurso se iba radicalizando mientras se profundizaban los recortes y la corrupción de su partido salía a la luz cada vez con más virulencia.
Desde Madrid, Rajoy solo miraba de reojo a lo que estaba ocurriendo. Su partido y su prensa afín hablaban del “suflé catalán”, como un problema que acabaría por desinflarse solo. Ni un gesto, ni una propuesta.
El referéndum fue convocado para el 9 de noviembre de 2014. El gobierno español lo impugnó y fue declarado ilegal hasta dos veces por el Tribunal Constitucional. Aun así, se celebró. Votaron 2.4 millones de personas, más de un 86 por ciento a favor de la independencia de Cataluña. Este resultado no era vinculante. A nivel jurídico no servía para nada. Los responsables del proceso serían juzgados por varios delitos, multados e inhabilitados.
Esta ofensiva judicial es la única estrategia del gobierno, su única respuesta. Bueno, a nivel oficial. Extraoficialmente, una unidad de la Policía Nacional se ocupaba de fabricar informes falsos sobre supuestos delitos atribuidos a dirigentes independentistas y de filtrarlos a los medios afines para que los airearan.
Tras el 9-N, el callejón volvía a cerrarse. Así que Mas volvió a convocar elecciones. Se generó una lista única a favor de la independencia llamada Junts pel Sí (Juntos por el Sí), con CiU, ERC y otras entidades independentistas de la sociedad civil, y se plantearon los comicios como un plebiscito a favor o en contra de la independencia. No ganaron. Junto a las Candidaturas de Unidad Popular (CUP) conseguían mayoría de escaños en el Parlament, pero no ganaron en votos, obtuvieron el 47,8. Lo dijo el líder las CUP, Antonio Burgos, ese mismo día: “hemos perdido el plebiscito”. Eso sí, este porcentaje mostraba un crecimiento exponencial del independentismo desde 2010.
Junts pel Sí consideró que con la mayoría en el parlamento era suficiente para poner en marcha el proceso hacia la independencia. Artur Mas salió de escena porque las CUP no le apoyaban al ser el responsable de los recortes y la corrupción. Le sustituyó Carles Puigdemont, hasta entonces alcalde de la ciudad de Girona, desconocido para la mayoría de españoles e independentista convencido.
La confrontación con el gobierno español se reactivó, en un periodo en el que además éste estaba en funciones, inmerso en un año entero de proceso electoral que culminó en la continuidad de Mariano Rajoy en el palacio de la Moncloa. Durante tantos y tantos meses de campaña en España, se habló de Cataluña. Podemos planteaba un referéndum pactado como salida al problema, pero desde PP, PSOE y la derecha remozada de Ciudadanos cerraban de un portazo esa posibilidad. No era posible, no estaba en la Constitución. Nada más. No había propuestas alternativas ni ofertas de diálogo. Como mucho, alguna salida de tono de algún dirigente del PP o del propio Rajoy ofendiendo nuevamente a una sociedad en la que el independentismo no dejaba de crecer. El PP nunca ha perdido la oportunidad de obtener votos en el resto de España atacando a Cataluña.
Puigdemont volvió a convocar un referéndum como paso previo a la independencia. Lo hizo para este 1 de octubre. Se redactaron las leyes para respaldarlo y diseñar la desconexión de Cataluña de España y se aprobaron de forma exprés, los pasados 6 y 7 de septiembre, en dos plenos esperpénticos en el Parlamento catalán. A las pocas horas eran declaradas nulas por el Tribunal Constitucional.
Lo que vino después fueron semanas de tensión creciente, desplazamiento de miles de policías desde toda España hacia el territorio catalán, declaraciones y actos incendiarios desde ambas partes, protagonismo de fiscales y policías, detenciones de responsables de la organización del proceso, incautación de urnas y papeletas, registros de imprentas y medios de comunicación, protestas en las calles”¦
Hasta este domingo.
Hasta este desastre.
Con el paso de las horas se va digiriendo la indignación en Cataluña, aunque sigue habiendo protestas en las calles. Grupos de ciudadanos han llegado a echar a agentes de la Guardia Civil y la policía de hoteles donde se hospedan en algunas localidades de la costa. Hay convocada una huelga general que de momento tiene un seguimiento considerable, aunque no parece ser el estallido que se buscaba como caldo de cultivo para la desconexión definitiva de España.
Poco a poco, las voces que piden diálogo, incluida la Comisión Europea, van siendo más numerosas. No cabe duda de que esto solo se arregla hablando, negociando, haciendo política, generando un nuevo acuerdo de convivencia entre España y Cataluña para la próxima generación. No parece que las personas que hoy día están al frente de ambos lados sean interlocutores válidos.
Rajoy parece cómodo en esta situación. De repente no se habla de la corrupción que carcome su partido hasta el tuétano, no tiene oposición, no se habla de precariedad, de paro, de desigualdad y de las muchas injusticias que ha dejado la crisis y las medidas de su gobierno. Por si fuera poco, muchos de sus votantes están orgullosos de la policía y la Guardia Civil, encantados con la mano dura aplicada a los independentistas catalanes. De hecho, todo esto es el resultado de sus actos, de los que personalmente ha protagonizado desde 2006. También de su inacción, de un inmovilismo reaccionario y miope que es herencia de la tradición de la derecha española desde la noche de los tiempos.
Por su parte, Puigdemont y el resto de dirigentes actuales del Procés no van a detenerse porque ya no les queda otra que culminarlo. Serán inhabilitados, incluso puede que alguno de ellos sea encarcelado, pero van a declarar la independencia y a ver qué ocurre.
Es muy posible que con anular este movimiento el gobierno del PP se dé por satisfecho de momento, instalado como está en el cortoplacismo y la intransigencia. Pero también es muy posible que, si sigue así, sin hacer su trabajo, cuando quiera reaccionar sea demasiado tarde, la fábrica de independentistas que regenta haya elevado su porcentaje hasta un nivel sin retorno y nadie sea ya capaz de evitar la pérdida de Cataluña.