viernes, 3 mayo 2024
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Escrito en una servilleta: Municipalismo y radicalidad democrática

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"Lo fundamental es readecuar el territorio, para hacer gestiones eficientes y construir la territorialidad": René Martínez Pineda.

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Por René Martínez Pineda.

Partamos de esto: el desarrollo municipal no es símil, ni premisa inexorable, del desarrollo local -y mucho menos del desarrollo territorial, que está varios pasos adelante-, ni tampoco el título político-administrativo de un lugar es el que otorga y vigoriza la identidad sociocultural de los habitantes (la mayoría no conoce la historia del lugar en el que viven, ni el porqué de su nombre), debido a que esa identidad la encontramos cuando hurgamos nuestra cara en el espejo matutino con el que nos lavamos el polvo, nos sinceramos, nos alisamos las arrugas y nos precisamos. Lo anterior es particularmente válido en un territorio tan reducido y tan poblado como el nuestro, en el que todos son vecinos de todos y todos tienen, básicamente, el mismo paisaje (pasar de un municipio a otro es cuestión de minutos, no de horas, como en el siglo XIX en el que se formaron la mayor parte de municipios (218, en 1855) para acercar la burocracia a los habitantes urbanos y, si había suerte, también a los semiurbanos). En ese sentido, lo fundamental es readecuar el territorio (hablar del desarrollo territorial que abarca varios municipios) para hacer gestiones eficientes y construir la territorialidad, o sea la relación cultural íntima entre la gente y la denominación patronal del lugar en el que reside, intimidad que no se menoscaba si deja de ser municipio para ser distrito. Y es que la unidad de intervención en el desarrollo territorial no es el municipio, sino el territorio, construido éste como la matriz social, institucional, económica, política y cultural, por parte de los actores clave, a partir de los acuerdos de colaboración que impulsan para mejorar las condiciones de vida de la población. El territorio no es, entonces, sólo geografía, sino un sujeto social activo del desarrollo humano, lo cual implica, por lo general, unir varios municipios, así como en un tiempo pasado se trabajó por unir los países de Centro América.

En términos de división municipal tenemos una genuina crisis financiera y un disparate constituyente del modelo territorial de “pedacitos” regalados como tarjetas de navidad; de feudos diminutos y aislados, hasta de sí mismos, y que exigen el tributo del rey (el Estado) para no tener que hacer algo relevante; o de “presidentitos” que, lascivos, construyen palacetes romanos para sentirse Nerones edilicios y darles realeza a sus nalgas. De esa forma podríamos resumir la ilógica lógica política de la distribución territorial en 262 municipios (Costa Rica, con casi el triple de territorio, tiene 84 municipios, llamados Cantones, que son gobernados por un alcalde) la cual, para comprenderla sociológicamente, nos obliga a partir de las principales valoraciones en torno a ella, lo que nos lleva a reconocer y apurar la urgencia de volver a la racionalidad como acto administrativo (nueva iniciativa política, en clave de Estado, que se reinventa para que no lo inventen) que linda con lo sociocultural y lo paradójico, porque la reducción de municipios se traducirá en un aumento del tamaño del territorio nacional (el desarrollo territorial como multiplicador de la eficiencia, como mayor productividad y como gestor de identidad) sin que se agregue un centímetro a los kilómetros cuadrados del país. Esa paradoja, incomprensible si se usa el pensamiento vulgar, es, perifraseando a Boaventura de Sousa, una redención del municipalismo como territorio de construcción social de la hegemonía cultural y de la radicalidad democrática que reivindica la identidad, tanto con el país como con la ciudad, distrito o municipio de residencia. En esa línea, hay que pensar en desarrollo territorial, no en desarrollo municipal o local si se quiere reinventar el país. 

Dentro de las premisas que explican que hoy sea factible reducir el número de municipios sin poner en riesgo la gobernabilidad, está la rebelión electoral de 2019 y 2021 (que tendrá su otra prueba de legitimidad en las elecciones de 2024, puesto que la primera prueba tiene que ver con los altísimos niveles de aceptación del gobierno), que se produjo como resultado de los hechos políticos, económicos y sociales acumulados en los últimos treinta y nueve años, si partimos del año en que se redactó una Constitución para el sometimiento y expropiación de los pobres. Y es que, desde hace décadas, el pueblo venía resintiendo (en medio de desilusiones electorales, una guerra civil que terminó traicionada y del genocidio consumado por la delincuencia en la guerra social abierta por los acuerdos de paz) la crisis del bolsillo producto del desempleo, las privatizaciones, los bajos salarios y la delincuencia como funcionario invisible del Estado, independientemente de las crisis cíclicas del sistema económico capitalista, tal como la crisis financiera de 2008 tras la quiebra de Lehman Brothers.

Hay que decir que los efectos de la crisis del bolsillo del pueblo se profundizaron por la falta de una visión holística de desarrollo local (como desarrollo territorial) que permitiera que los municipios se transformaran en gestores de oportunidades de progreso económico y en distribuidores racionales de la población en todo el territorio. Está claro que la absurda cantidad de municipios en El Salvador no sirve para fomentar el desarrollo -y, lejos de ello, lo estanca o reduce, si lo vemos en términos de productividad- pero sí es útil para pagar favores políticos, lo cual ha sido, desde un principio, el criterio oculto para ir creando nuevos municipios que, por su cantidad, diluyen la percepción de la corrupción municipal.

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René Martínez Pineda
René Martínez Pineda
Sociólogo y escritor salvadoreño. Máster en Educación Universitaria

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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