Por René Martínez Pineda.
Para reinventar y bautizar en la misa de febrero -sin la venia de los obispos del pacto fúnebre- estas décadas-insomnio, estas décadas-sangre que enterraron, en un cementerio clandestino, las sonrisas juveniles, me pondré mi camisa más bonita, la de colores renacidos de sus cenizas; la que disimula, como ojales, las heridas del tiempo de los asesinos y guarda en la bolsa la foto de Monseñor y la de la niña que amé en cuarto grado; la que estrené cuando me gradué de sociología sin un cinco en el bolsillo; la que me protegió del viento colmado de plagas medievales que los caballeros templarios de la vieja maldad constitucional sentenciaron como inevitables.
Y después del “podéis ir en paz”, me iré directo a La Tiendona a repartir, como billetes premiados de la lotería, las fotos de los corruptos que huyeron del país para no devolver lo robado; y me pondré a escribir un telegrama con palabras óseas contra los fútiles poetas de la sopa de patas, aunque me digan “loco tirapalabras”; y me pondré a borrar la charla sobre autos de lujo del alienado que gasta el dinero que su papá se robó de la caja chica de la alcaldía; y saldré a medianoche de La Bermeja arrastrando las cadenas que espantan a los vivos que quieren volver al tiempo de los muertos; y me iré a buscar al hijo pródigo que se perdió en la nieve del norte o en la frontera imaginaria dibujada por el conserje del crimen; y me pondré a recolectar, en el parque San José, seis millones de firmas para exigir que se declare como “agrupación ilícita” a los políticos obscenos que mandan a sus amantes a agrandarse los senos.
Para echarle sal a los demonios -sin el beneplácito del pastor lascivo que se baña en diezmos ingenuos- a las décadas-detritus que extorsionaron hasta a los mendigos consuetudinarios, voy a ponerme mi mejor pantalón –el primogénito; el que dejó de crecer conmigo desde hace años; el que oculta con una cartera vacía lo roto del culo; el que no aguanta una lavada en serio- y me iré al Centenario a secar las lágrimas del niño descalzo para terminar con el pañuelo lleno de estrellas; y saldré de madrugada a quitarle las escamas a la calle para romper la aurora del demagogo del pasado; iré al parque Libertad a lanzarle manos a los mendigos, como si les lanzara arroz a las palomas; iré a encender el farol mortecino de la “esquina de la muerte” para descubrir los itinerarios de los viajeros legislativos que nos dejaron con las manos llenas de boletas de empeño; y le lavaré la boca a la vida -con paste y jabón de cuche- para que no vuelva a repetir palabras malas cuando diga malas palabras.
Para hacerle el exorcismo a los años en que vivimos en peligro, voy a perfumarme con el agua florida del abuelo que murió bajo el sol del mercado Central esperando la llegada de su pensión; saldré a conjurar el silencio conformista que nos mutilaba; saldré a expropiar el miedo que nos ataba de manos y pervertía las metáforas; saldré a detener el cielo que se nos cae encima, cada fin de quincena, debido a que los filibusteros aún pagan lo mínimo del salario mínimo; saldré a meter en el cajón del olvido la agonía de las madres cuando sus hijos se tardaban más de lo usual en regresar de la escuela; saldré a golpear mi cabeza contra la pared para que se me salga la apatía del pendejo notorio; saldré a despintar las muecas de la muerte que, como cruz de cenizas, tenía pirograbadas en la frente.
Para celebrar los febreros de volcánicas rebeliones electorales que curaron la lepra de las urnas, voy a cumplir la mejor promesa que he hecho desde la desnudez de la memoria: luchar contra la desigualdad social que nos heredaron los malditos; abordaré el tren de las 5 para pasar bebiéndome, colgado de su último estribo, el dolor que aún duerme en los paisajes humildes que, como signo, dejaron los que se robaron el dinero del pueblo; me colaré en el bus que acude al llamado de la maquila para bajar a patadas al hambre; tallaré con palabras de drástica recompensa las manos que le dan un soplo de vida a la máquina que confecciona la ropa que no puedo comprar, por cara.
Para conjurar –sin el alcohol de la partera de la democracia perfecta de la sangre- las mañas de las culebras analistas, voy a lustrar con afán los zapatos negros que me acompañan desde el tercer lápiz y, fieles, han caminado miles de leguas en el laberinto de la soledad del pueblo, y conocen de memoria el camino a la biblioteca y a los besos furtivos, y asistieron a miles de funerales sin cuerpo presente y, como mea culpa, saldré a lavar la sangre que se estancó en la cuesta de los Monteros y a borrar las huellas del que fue condecorado por genocida y a sembrar carritos de madera, pelotas de plástico y muñecas de trapo para cosechar sonrisas.
Para darle los santos óleos a las horas-insomnio de la gran época de la sangre, me voy a hacer la raya del pelo con precisión geométrica -como me la hacía mi abuela- y sacaré al sol mis venas para matar los piojos que me chupaban el coraje, y pondré a ondear la bandera de mi alma que se negó a ser arriada por los malos y los feos.
Para hacerle el novenario a estas décadas del insomne esqueleto, voy a sacar mi fotografía más vieja –la que con amor guardó mi madre en su almario- y me veré tal cual era antes de dejar de ser; resucitaré las esperanzas que se murieron sin darme cuenta; reiré la alegría quelonia que me sigue, en este largo camino, para olvidar la mediocridad académica que clavó sus banderillas en mi lomo.
Para resucitar, justo a la tercera década, la conciencia diáfana, voy a bañarme con jabón de atómico y piedra pómez, y regresaré al día exacto en que le declaré mi amor a la profesora de cuarto grado; al día en que denuncié, en una pared privada, la calamidad pública que sería reiterada por los corruptos; al día nocturnal en que acaricié la desnudez de la vida sin considerarlo un pecado atroz.
Para renacer y reinventarme a imagen y semejanza del pueblo, tiraré a la basura el grito de dos siglos-escombros, de tres décadas-sangre, de treinta años-pánico, de diez mil novecientos sesenta días-llanto, de incontables horas-lágrima, esa lágrima a través de la cual se mira distinto el cielo. Estoy en la ventana sin rostro del minuto-insomnio viendo pasar el entierro de los alcaldes y políticos y diputados que hicieron del gobierno su caja chica… y entonces la sonrisa toma la palabra…