El tedio de Cortázar parecía dominar su estadía en Ginebra, pero al margen de su trabajo, el aún casi desconocido escritor terminó uno de sus cuentos luego emblemáticos, “El perseguidor”. Dos décadas más tarde, en la misma Ginebra, redactó otro cuento, “Ciao Verona”, que permaneció oculto hasta bastante después de su muerte en 1982, acaso por dolorosamente autobiográfico. El 26 de agosto es el aniversario de su nacimiento en Bélgica, en 1914. (1)
No tuve respuesta del servicio de traducciones de la ONU, sobre las eventuales huellas administrativas de Cortázar en Ginebra. Sin embargo, los indicios abundan en las cartas a sus amigos, que salieran a luz en 2012 (2). Conjeturo que lo debe haber beneficiado el hecho que había aprendido a hablar primero el francés antes que el español, y que ya traducía para la central de la UNESCO en París, donde había llegado en noviembre de 1951. El atractivo de Ginebra era financiero, pues con lo que ganaba en un mes podía subsistir cuatro. La contracara era vivir de prestado en piezas alquiladas a particulares o pensiones, y una ciudad monótona, lejos de su esposa de entonces, Aurora Bernárdez, quien no obstante supo venir a visitarlo desde París algún fin de semana.
En las pausas del medio día, tras “almorzar en la cantina del personal” del Palacio de las Naciones, Cortázar se daba una vuelta por el adyacente Jardín Botánico, mientras digería una “comida” tan “perfecta que no tiene gusto a nada”. El pan era “abyecto”, y no le apeteció el vino. “Todo es limpio, claro, impecable “¦ de un aburrimiento mortal”. En la “linda, limpia” Ginebra, Cortázar supo traducir textos de una “conferencia del trigo”, y “de la utilización pacífica de la energía atómica”.
El país, no le resultó atrayente. “Los suizos están tan encantados con su perfección política, su paz y la belleza de sus paisajes, que han llegado a desarrollar una psicología bastante exasperante, una mezcla de frialdad y cortesía que no tiene nada de simpática”. El “tono internacional” de la ciudad “aplasta toda autenticidad, y se diría que toda la ciudad es como el hall de un gran hotel de lujo”, que no podía “aguantar”.
Haciendo sin duda abstracción de esos sinsabores, vaya a saber si martillando en una máquina de escribir portátil donde pernoctaba, o a deshoras de sus tareas laborales en las asépticas oficinas de traducción, escribió “dos cuentos muy largos que ocurren en Paris” (posiblemente “Los buenos servicios”, citado en sus cartas, e hipotéticamente algún otro de su libro siguiente, “Las armas secretas”); y añadía: “estoy terminando un tercero, todavía más largo”, el cual posteriormente sería el célebre “perseguidor”. Lo presentó en aquellas cartas como una “biografía ficticia” del “músico de jazz” Charlie Parker, “que murió hace unos meses en circunstancias bastante horribles”, concretamente el 12 de marzo de 1955.
Es novedoso que Cortázar anticipe a sus amigos el móvil del cuento sin haberlo finalizado. Lo adelanta “como un caso extremo de búsqueda, sin que se sepa en qué consiste esa búsqueda, pues el primero en no saberlo es él mismo. Ni qué decir que en cierto modo estoy haciendo una trasferencia personal, y que mucho de lo que me preocupa irá a la cuenta del personaje”, para agregar más adelante: “quisiera usarlo como portavoz de un mensaje mío, y que quizá también fue suyo”.
Ese Cortázar autobiográfico de los años 50, descorre un velo intimo en “Ciao Verona”, escrito en la década del 70 durante un nuevo paréntesis de traductor, esta vez en el CERN, siglas en francés del Consejo Europeo para la Investigación Nuclear, en las inmediaciones de Ginebra. Exhumado en 2007 por el diario “El País”, de Madrid, fue el último gran inédito del autor, recogido en 2009 en los “Papeles inesperados” (Alfaguara).
Cortázar debió haber sido el protagonista masculino de un desamor triangular en ese cuento postrero. Es su alter-ego, Javier, que no comprende el rechazo amoroso de una colega de trabajo en Ginebra, con la que se va de amistosa semana turística a Verona, negándose a percibir en la homosexualidad femenina la causa de una frustración romántica. La narradora es la mujer que lo desprecia, Mireille, quien se lo cuenta a una antigua amante, Lamia Maraini (a su vez compañera de traducciones de ambos en el CERN), en forma de un largo testimonio epistolar. Faceta singular de Cortázar en la piel literaria de una relatora feminista, la cual autopsia el vínculo con un hombre que espera de ella un amor imposible, tal vez el repudio que el autor pudo haber querido exorcizar mediante un acto de ficción.