miércoles, 11 diciembre 2024
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¿Depuración o purgación?

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Por Benjamín Cuéllar

En su célebre y valiente homilía pronunciada el 14 de mayo de 1978, el arzobispo de San Salvador señaló graves “anomalías” en determinados procedimientos dentro de una sede judicial de la época. El juez que las propicia y permite no es un “juez justo”, dijo monseñor Óscar Arnulfo Romero. En esa ocasión fue cuando aseguró, denunciante, que en el sistema existían jueces que se vendían. Y se armó el alboroto. Le zarandeó el piso a una Corte que no tenía nada de honorable ni de suprema. “¿Qué hace está?”, preguntó nuestro ahora santo. Más adelante se refirió a lo que debía hacer y no había hecho; tenía que “empezar a sanear” lo “malo en ese supremo poder, tan trascendental para la paz de nuestra vida nacional”. En una palabra: depurarlo. Pero no; siguió igual o peor.

Tanto así que, en su informe público, la Comisión de la Verdad planteó entre sus conclusiones que en el país “ciertos y determinados elementos de la sociedad se encontraron inmunes a cualquier contención gubernamental o política y fraguaron así la más abyecta impunidad”. Esta entidad creada en el marco de los acuerdos de paz que silenciaron el mortal tiroteo de los fusiles, antes se había referido en particular a “la notoria deficiencia del sistema judicial, lo mismo para la investigación del delito que para la aplicación de la ley, en especial cuando se trata de delitos cometidos con el apoyo directo o indirecto del aparato estatal”. Dicho sistema era, pues, la piedra angular de la mencionada impunidad. Había que renovarlo “a la luz de los acuerdos de paz”, según lo que recomendó la misma. De nuevo, en una palabra, depurarlo.

Por su parte, el Grupo Conjunto para la investigación de grupos armados ilegales con motivación política en El Salvador trabajó seis meses y, en su informe final de fecha 28 de julio de 1994, dejó claro que “definitivamente la nueva Corte Suprema de Justicia” debía impulsar “una adecuada depuración” de magistrados, magistradas, jueces y juezas que –según las evaluaciones del Consejo Nacional de la Judicatura− hubiesen cometido “infracciones a la ley” e “inconducta funcional”; esa gente no estaba, así, “a la altura de las relevantes responsabilidades” propias de sus cargos y debían dejar de ejercerlos, para enfrentar contundentemente los “grandes vicios” del Órgano Judicial: impunidad y corrupción, “entre los más graves”. Contrario al largo eufemismo utilizado para bautizar al ente examinador del actuar de los escuadrones de la muerte y de los comandos “justicieros” insurgentes, esta recomendación fue no solo directa sino también contundente.

Pese a esos y otros muy bien fundamentados llamados no se echó a andar esa necesaria, urgente y profunda “limpieza” que debía ir de la mano con la depuración de –al menos− la plantilla fiscal. No ocurrió así. Sin embargo, tal estado de cosas fue cambiando lenta pero progresivamente con el paso del tiempo, los relevos generacionales, las capacitaciones, las asesorías y otras iniciativas como la de recurrir a mecanismos internacionales de protección de derechos humanos. En ese marco, lo que alarmó a los poderes ocultos que manejaba a su antojo el sistema de justicia fue el desempeño de la Sala de lo Constitucional electa en el 2009 y luego la labor, sobre todo en el marco de la pandemia, de la que desmanteló el oficialismo el 1 de mayo del presente año. No era posible hacer un acto de fe de cara al “saneamiento” pleno del sistema de justicia, pero algo se había avanzado para bien.

Sin embargo, llegó ese día infausto para la ciudadanía comprometida con la democratización y el respeto de los derechos humanos en El Salvador. Desde entonces y luego con la destitución de una buena cantidad de jueces y juezas por haber superado los 60 años de edad, todo lo poco que había de mejora institucional se arrasó de tajo. El autodenominado dizque en broma “dictador de El Salvador”, Nayib Bukele, nos quiso −como canta Filio− “vender la noche por luz” y “la calma por la tempestad”. Su fanatizada fanaticada se cree todo lo que tuitea; por eso, a ojos cerrados y sin chistar se tragó esto que dijo el recién pasado 15 de septiembre: “Nos condenan por querer depurar nuestro sistema judicial”

¡No es cierto!  Depurar es sinónimo de limpiar, purificar, perfeccionar. Pero no. Lo que Bukele mandó ejecutar, con todo y sin asco, fue una purga política para deshacerse de una parte de quienes considera forman parte de sus “enemigos internos”; lo mismo hizo Stalin, Hitler, Mao, Pinochet, Maduro, Ortega y tantos dictadores más en la historia de la humanidad.

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Benjamín Cuéllar Martínez
Benjamín Cuéllar Martínez
Salvadoreño. Fundador del Laboratorio de Investigación y Acción Social contra la Impunidad, así como de Víctimas Demandantes (VIDAS). Columnista de ContraPunto.

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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