Por René Martínez Pineda.
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En estos cinco años, hablar de sociología es hablar de política (aunque esa es una injusticia para aquella), y hablar de política es hablar de Nayib como motivación social. Así de lapidario, sobre todo para sus detractores, quienes abanderan el negacionismo para que el pasado no pase. Marx, corrigiendo a Hegel, en “El 18 Brumario”, afirmó que los grandes hechos y personajes aparecen dos veces en la historia: una vez como tragedia, y la otra como comedia, y podríamos agregar una tercera: cuando los personajes, siendo singularidades, aparecen como hechos épicos que encarnan la coyuntura y sus instituciones, prestándoles su rostro. Así, la iglesia se disfrazó de Monseñor Romero y ofició la misa popular que hizo tangible a Dios; los acuerdos de paz se maquillaron con la tragedia de la guerra civil, para instaurar una guerra más social y cruenta de pobres contra pobres; y la política de la segunda década del siglo XXI, se puso el rostro de Nayib para hacer visible su misión de tutelar el bien común.
Lo anterior no puede obviarlo la sociología, en tanto rigurosa comprensión de las condiciones sociales del momento que hacen viable la utopía de la democracia para la mayoría, de tal manera que todos puedan acceder a los asuntos públicos, detectar los problemas -los que ya lo son y los que van en camino de serlo-, y encauzar la acumulación de fuerzas que hacen posible las luchas en busca de mejorar las condiciones de vida. Esto lleva a la sociología a grandes preguntas y a respuestas aún más grandes, ya que, del locus de la política, se extienden a lo económico, social, cultural y educativo, que son, de oficio, los locus reproductores de la desigualdad social.
Las respuestas son teóricas e ideológicas, pues se objetivan, o deberían hacerlo, en el Estado convertido en sujeto social, y en la cotidianidad expresando el tiempo de la democracia que, siendo intangible, se puede palpar en cada tiempo de comida. Por eso acudo a la sociología de las presencias y ausencias, y a su epistemología de la nostalgia, cual invocación de lo que ha estado presente en el hecho sociológico: la utopía social, una utopía que anda en busca de autor, y que está hecha de acciones, no de palabras, la cual llamo “reinvencionismo”.
Decir “reinvencionismo” es referirse a que existe, en las condiciones heredadas, el mundo sociocultural básico para construir otro país, usando para ello lo simbólico, lingüístico y cultural (radicados en el imaginario colectivo vestido de motivación social), y los factores estructurales que son capaces de hacer que “lo público sea mejor que lo privado”, y de construir las fuerzas productivas que generen empleo, bien pagado, que demanden elevar el nivel educativo para ser una ventaja competitiva. Así, se pueden vincular las condiciones materiales (lo objetivo heredado), con el imaginario (lo subjetivo construyéndose) que se objetiva bajo la forma de la voluntad social por transformar el país en beneficio del pueblo, debido a que lo objetivo y subjetivo existen en la realidad social. Precisamente, vincular lo objetivo con lo subjetivo es lo que ha garantizado que Nayib lidere la reinvención con el apoyo mayoritario del pueblo, pues, de no ser así, estaría impulsando transformaciones bajo protesta, en lugar de trasformaciones bajo propuesta. He ahí la radical diferencia entre Nayib y Milei, o entre Nayib y Noboa, por ejemplo.
Esa vinculación es la premisa del análisis sociológico del liderazgo político, en tanto que la motivación popular (lo subjetivo) se objetiva en una rebelión electoral (lo objetivo), al tiempo que un líder de carne y huesos (lo objetivo) se objetiva en el imaginario y personifica la coyuntura, le presta su rostro y su voz, porque él es el autor y actor del proceso de construcción social y, en esa lógica, el Estado se subjetiva y la correlación de fuerzas se objetiva en hechos, símbolos y códigos, para delinear la relación entre cultura y poder, siendo su objeto la reinvención del país, y su sujeto, la ciudadanía en sus diversas identidades.
En esa lógica, el liderazgo político sui géneris (la singularidad sociológica que, hasta el momento, es Nayib Bukele) es una realidad social que se construye y deconstruye desde lo social del conocimiento, y se subjetiva-objetiva en el proceso de reinvención, razón por la cual deja de ser algo personal para constituirse en una relación social entre el líder de carne y huesos (al que la gente siente y hace suyo debido a su cercanía, carisma y compromiso) y los seguidores que se multiplican más allá de los partidos políticos, e incluso fuera del país, situación que le permite decidir a él (sin ningún tipo de presiones, pues tiene el apoyo de la inmensa mayoría del pueblo, que es el que decide, con sus votos, a quién le va a dar el poder) quiénes se sentarán en su mesa, es decir, quiénes integrarán la estructura social de su liderazgo.
Enfatizo la frase: “hasta el momento”, porque el liderazgo político puede pasar de la gloria al infierno (o de héroe a villano) si sus seguidores se sienten traicionados, lo cual es fundamental tenerlo presente para abordar, con pensamiento crítico, los dilemas a los que se enfrenta un liderazgo del tamaño y peso de Nayib, el cual gana prestigio mundial, día con día, un liderazgo que, por su masividad, sólo tiene como enemigo a sí mismo y a quienes lo acompañan y hacen un mal trabajo, se corrompen, o se les llena de humo la cabeza. En ese sentido, el mejor apoyo a un liderazgo político positivo e histórico es ser crítico con él, sin dejar de apoyarlo.
En el caso salvadoreño -y por su impacto cultural e ideológico más allá del tiempo- el liderazgo de Nayib puede ser comparado (aunque tienen arraigos diferentes, púlpitos distintos y retóricas disímiles) con el de Monseñor Romero. Y es que el líder, siendo una singularidad sociológica, encarna la historia de un pueblo, tanto en el sentido de la territorialidad (país, municipio, colonia), como en el denso sentido simbólico (imaginario colectivo, nuevo relato desde lo cotidiano, utopía social). En esa línea, el líder histórico es parte de la historia de un país, al que le presta su cuerpo-sentimientos, su voz, sus gestos, su forma de vestir, sus dilemas, su barba, sus discursos, sus ilusiones y desilusiones, para luego tomar prestado, de ese país, su voluntad colectiva de reinventarse a sí mismo y su percepción del mundo, como lógica de movimiento a seguir y como anhelo de la posición que quiere ocupar en él. Esto último, ha quedado claro con la motivación social que ha generado el pasar de ser: el país más violento del mundo, a ser uno de los más seguros.
Entonces, cuando un líder político -con un talante como el de Nayib- asume la tarea de conducir o de reinventar el país (en el caso trascendente), está obligado a irse reinventando a sí mismo de forma permanente (virtud de los líderes como particularidad histórica), si es que quiere mantener intacta esa condición de liderazgo transnacional.