Este jueves recién pasado supe que el próximo lunes 8, en la Audiencia Nacional de España sentarán en el banquillo de los acusados a Inocente Orlando Montano. Este coronel salvadoreño en situación de retiro se encuentra detenido allá desde el 29 de noviembre del 2017, cuando fue extraditado del territorio estadounidense. El motivo es conocido: su responsabilidad penal en la masacre ocurrida dentro de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA) durante las primeras horas del 16 de noviembre de 1989, que dejó como resultado el brutal asesinato de una mujer junto a su adolescente hija y seis sacerdotes jesuitas.
Todo apunta a que este Inocente, de nombre, resultará culpable en el único juicio realizado según mandan los estándares internacionales del debido proceso y las garantías judiciales para las partes; ello, a más de tres décadas de la ejecución de estas ocho personas pacíficas e indefensas. En nuestro país se montaron dos espectáculos vergonzosos, infamias sobresalientes en la ya de por sí calamitosa historia de este sistema de “justicia”, con el objeto de proteger con los harapos de la impunidad a quienes fueron y son los principales responsables de esa barbarie: aquellos que ordenaron dichas ejecuciones y sus encubridores.
El primero arrancó en 1990. Fue una parodia de investigación y juzgamiento, pero solo por la autoría material; de los nueve imputados, en septiembre de 1991 absolvieron siete. Los únicos condenados, verdaderos “chivos expiatorios”, fueron liberados con la amnistía del 20 de marzo de 1993; tras la inconstitucionalidad de esta en el 2016, capturaron al coronel Guillermo Alfredo Benavides y se encuentra encarcelado. Este veredicto del jurado fue calificado por Alejandro Artucio ‒consejero jurídico de la Comisión Internacional de Juristas para América Latina‒ como “totalmente arbitrario”; según este y otros observadores internacionales que presenciaron la vista pública, “no puede calificarse el resultado del juicio como justo”. En realidad, siempre lo aseguramos, fue un juicio fraudulento.
En cuanto a la autoría intelectual, en el 2000 se solicitó al fiscal general Belisario Artiga iniciar las actuaciones respectivas. Este hizo todas las fintas posibles para no investigar ni juzgar a los implicados. En esas condiciones, la titular del Juzgado Tercero de Paz resolvió en diciembre de ese año no amnistiar a los imputados ‒seis militares de alto rango, incluido Montano, y su jefe máximo al momento de la masacre: Alfredo Cristiani‒ pero los sobreseyó definitivamente porque según ella el delito había prescrito; eso fue ratificado por los tribunales superiores que conocieron luego, producto de varios recursos impulsados por la parte ofendida. La perfidia con que se ventilaron dichos reclamos, nos movió a presentar una demanda de amparo en la Sala de lo Constitucional; esta tardó más de dos años para resolver contra las víctimas. Ese fue el segundo episodio de una puesta en escena estatal titulada así: “¡Muerte a la justicia, viva la impunidad!”
Cerradas las vías internas, ¿qué nos quedaba? Denunciar esa aberración en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Se hizo, sin mayores resultados hasta la fecha. Pero había otra posibilidad: recurrir a la justicia universal en España. Y entonces, a partir del 2004, empezamos a tramar nuestra conspiración con la entrañable colega Almudena Bernabeu, mi querida “Almu”. No hubo de otra: había que maquinar, pues, la estrategia a seguir para culminar la primera etapa del esfuerzo con la presentación de la querella ‒el 13 de noviembre del 2008‒ contra catorce oficiales y soldados salvadoreños por crímenes contra la humanidad; también contra el expresidente Cristiani por su decisiva participación en el encubrimiento de los hechos.
La universidad y la provincia centroamericana de los jesuitas decidieron no librar esta batalla, argumentando que la verdad y la justicia debían lograrse dentro del país. Conociendo las entrañas del sistema salvadoreño y su podredumbre, con Almudena consideramos que eso era el ideal a alcanzar pero había hacer todo lo posible para lograrlo y uno de esos mecanismos era el de querellar allá. Así, siendo director del Instituto de Derechos Humanos de la UCA y con los años dedicados al caso desde dicho cargo, me sentí comprometido a conseguir por mi cuenta los recursos para viajar a Madrid a fin de contribuir en la revisión final de la citada querella.
Estos pasajes de la lucha contra la aberrante impunidad prevaleciente a toda costa como parte del empeño estatal por proteger criminales, deben ser conocidos. Porque larga ha sido en este caso y, pese a todo, estamos en la víspera de conseguir un triunfo fuera del país con la esperanza de que ‒más temprano que tarde‒ este impacte y rinda frutos dentro del mismo. Así fue de prolongada la batalla contra la amnistía de 1993, pero se logró desaparecerla del cuerpo normativo nacional; así esperamos se condene al coronel Montano y, aunque sea simbólicamente, al resto de militares involucrados en la masacre y a la institución castrense que siempre ha negado la información pertinente sobre este y otros innumerables casos por los que tantas y tantas víctimas demandan ‒con toda legitimidad‒ verdad, justicia y reparación.