¡Año nuevo, vida nueva! suele decir alguna gente cada vez que comienza el nuevo calendario. Es una forma de manifestar un discreto optimismo, una cautelosa esperanza, confiados en que las cosas irán mejor y que el nuevo año nos dará más y mejores oportunidades de vida. Soñar, en este caso, no cuesta mucho.
Lo cierto es que, en el caso concreto de nuestro país, no se puede afirmar, sin hacer concesiones a la falsa ilusión, que haya razones suficientes para ser demasiado optimista. El clima que prevalece, tanto a nivel social como económico y político, es uno de incertidumbre y duda. La confusión es la norma, mientras la certeza es la excepción. Muchos son los que dicen no saber lo que va a pasar, a la vez que están convencidos de que algo debe pasar.
En semejantes circunstancias no es fácil mantener el optimismo. La mayoría de nuestros compatriotas espera, con paciencia bíblica, que se produzca un cambio y nuevos aires soplen sobre estas honduras, cada vez más profundas y peligrosas. La gente desea el cambio, aunque no siempre esté convencida de su posibilidad real. Las convicciones se debilitan con el tiempo, dando paso a nuevas dudas y viejas vacilaciones. El pesimismo colectivo se traduce en desconfianza o indiferencia, favoreciendo así, sin proponérselo, las ambiciones de poder y la certeza de fuerza que rodean y envuelven al grupo gobernante. No hay espacio más favorable para un gobierno autoritario e ilegítimo que la indiferencia colectiva. El desentendimiento de la gente, su desafección política y el desencanto democrático, son factores negativos que favorecen la consolidación del régimen y su afán expansionista y concentrador.
Los líderes de la llamada oposición política están obligados a hacer la lectura correcta de estos síntomas sociales. Deben saber captar el descontento que se esconde tras la duda y el desánimo de los ciudadanos, escudriñar y entender los hilos profundos del rechazo y el descreimiento. Para que el cambio se produzca, la gente tiene que creer que no solo es necesario, sino que también es posible. Y así, necesidad y posibilidad, se vuelven fuentes de energía social y generan dinámica política transformadora.
La unidad de los opositores es condición básica para que el cambio sea posible, pero no es una unidad cualquiera, concebida solamente para el momento del reparto de las cuotas de poder y de las casillas presupuestarias. Debe ser una unidad para enfrentar al régimen autoritario e ilegal que ha desfigurado el rostro republicano de la patria. Unidad en torno a la reconstrucción institucional de Honduras para devolverle al país su condición de república y su Estado de derecho. Por lo tanto, debe ser una unidad para destruir y reconstruir, es decir para acabar con el régimen autoritario e ilegal, nacido de la violación a la ley y del fraude electoral, al mismo tiempo que para construir y reconstruir las estructuras institucionales tan vulneradas de nuestro país.
La tarea, pues, es de doble naturaleza pero de esencia dialéctica. Destruir para volver a edificar; reformar para reconstruir; cambiar para avanzar. Honduras necesita incorporarse a las corrientes de modernidad y democracia que recorren buena parte de nuestro continente. Es hora ya de abandonar la política de subordinación y entreguismo que ahora se practica con absoluta impunidad y cinismo. Es hora de lavar el rostro de la patria eliminando las redes delincuenciales del crimen organizado, que han cooptado buena parte de la estructura estatal y nos exhiben ante los ojos del mundo como un Estado degradado, a punto ya de convertirse definitivamente en un régimen tan nauseabundo como fallido.
Estas son algunas de las tareas que tenemos por delante. Si logramos cumplirlas, aunque sea parcialmente, tendremos buenas razones para creer que el nuevo año significa también vida nueva.