En 1987 el economista chileno Fernando Fajnzylber popularizaría la expresión del “casillero vacío” como factor estructural que explicaba el fracaso de la industrialización latinoamericana, en su artículo clásico “La industrialización de América Latina: de la caja negra al casillero vacío”, Fajnzylber evidenciaba como la desigualdad y la exclusión económico-social era un factor persistente en la dinámica de acumulación de capital de la mayoría de países de la región latinoamericana, y a su vez, determinante de un crecimiento económico sin equidad. Dicho estilo de crecimiento era resultado de una maraña político-institucional que restringía la capacidad de transformación productiva en América Latina: crear una gran riqueza para unos cuantos a costa de excluir a las grandes mayorías. Ese era el casillero que no se lograba conciliar: crecimiento e igualdad. Casi tres décadas de neoliberalismo después, las lecciones y conclusiones de Fajnzylber son mucho más vigentes y pertinentes para la región y para El Salvador.
Efectivamente, a pesar del crecimiento económico experimentado a lo largo de la primera década del siglo XXI en América Latina la acumulación de riqueza que permitió la nueva correlación internacional no permitió el desarrollo de un crecimiento de tipo inclusivo. Muy al contrario, según CEPAL en 2014, el 10% más rico de la población de América Latina había amasado el 71% de la riqueza de la región, y si esa tendencia se mantuviera, para 2020 el 1% más rico de la región tendrá más riqueza que el 99% restante. Lo anterior es particularmente preocupante debido a que mientras las tendencias de pobreza han tendido a incrementar en los últimos años, así como el estancamiento de los indicadores de la desigualdad, la riqueza concentrada por los multimillonarios latinoamericanos ha incrementado en un 21% anual entre 2002 y 2015, un aumento seis veces superior al del PIB de la región .
Esta situación es problemática, en tanto, los Gobiernos de la región y en El Salvador han enfilado sus recursos ““en algunos casos bastante exiguos- a atender la problemática por la vía de los resultados, esto es, diseñando programas de atención a los pobres, pero, han sido ineficaces y bastante limitados sus logros en materia de sacar permanentemente a los pobres de su condición de pobres. Lo anterior tiene que ver con el hecho de que se ha dado una inclusión progresiva de la población por la vía del consumo pero los grupos de personas pobres siguen excluidos por la vía de la producción. Es más, la exclusión educativa, cultural y racial, política y económica, trasciende por mucho los programas de atención a la pobreza implementados en las últimas décadas. Y con cada crisis política de la izquierda latinoamericana, ingentes cantidades de pobres vuelven a estar en una posición vulnerable ante la lógica de libre mercado a la que se ven sometidos una vez que colapsan los programas de asistencia y ayuda estatal.
¿Con lo anterior queremos decir que la pobreza no es un problema que se deba atender? En absoluto, quizá uno de los problemas más grandes de nuestro tiempo, sin embargo, argumentamos que al ver la desigualdad como causa de la pobreza y no como una problemática en sí, estamos silenciosamente aceptando otra premisa de paso insidiosa y peligrosa: que la desigualdad es algo natural e inevitable, y de lo que se trata no es tanto de cuestionarnos sobre el origen de las desigualdades, sino, enfrentar sus consecuencias.
Es tal y como lo plantean algunos personeros de la empresa privada nacional en El Salvador: “la desigualdad económica es una cosa natural en países en donde unos tienen más oportunidades que otros” por lo que “hay que enfocar es oportunidades, hay que generarlas para que así se vaya limando la desigualdad.” Este discurso es atrayente, convincente y demás decir, es el oficial, y sin embargo, es altamente insidioso, ya que muy elocuentemente traslada la problemática desde la desigualdad hacia la pobreza ““entonces, dice, no nos ocupemos de las condiciones históricas, políticas y económicas que dieron origen a la desigualdad, en cambio observemos el dramatismo de sus efectos-, y así mueve el foco de la atención desde el ámbito de la distribución primaria hasta el ámbito de las políticas de redistribución (sociales y fiscales) ““por supuesto, claman, hay que generar oportunidades, y ese es el rol de Gobierno, para que haya una fuerza de trabajo educada, calificada y por lo demás explotable- pero encubren el hecho que la distribución primaria ha sido resultado de una configuración histórica de determinantes y dimensiones en los que los ricos se han servido de la producción del excedente ““el pastel- y dejan al Gobierno la pura redistribución de las migajas.
Se encubre, por lo tanto, los mecanismos y motores que originan y que, por lo anterior, perpetúan la desigualdad. Superar esta visión implica como lo plantean Pérez Saín y Charles Tilly, involucrar una lógica radical de las desigualdades, una que desplace de nuevo la atención de la pobreza a la desigualdad, de los resultados de pobreza a los mecanismos de generación de la pobreza, de los individuos a los pares categóricos de oposición. En suma, de la visión estática de la desigualdad como una realidad de carencias a una visión dinámica y viva de la desigualdad como desempoderamiento y empoderamiento de las clases, grupos e individuos.