Tanto que las miras y tanto que se te niegan, la timidez te hace temblar al acercarte, ellas huelen tu miedo, lo perciben a leguas, envalentonadas se pasean frente a ti diciéndote que veas lo que no haz de tener como las aguas del río que corren.
Exhibiste lo peor, lo que no le debe suceder nunca a un hombre: ventilar ante ellas tu inseguridad, un lujo no permitido en algo similar a la persecución, “cacería” la llamarían los misóginos, ingenuos ellos porque al final el trofeo es uno.
Los triunfos repetidos se cimentan en el autocontrol, la confianza ciega que uno tenga en sí mismo, grábate en algún lugar de tu conciencia que las mujeres nos han legado la gracia de resguardarlas, aunque son autosuficientes, puedes convertirte en un grano de sal en la vastedad de su universo.
El primer rival a vencer es el que se ve a diario en el espejo, a ese hay que exorcizarle los demonios y devorar sus limitaciones, no te frustres, hay mujeres de otras galaxias a las que nunca viajarás.
¿Cómo llevarlas hasta donde uno quiere sin meterse en el laberinto?, a algunas les encanta el cortejo y creer en la fábula de la liebre y la tortuga, el proceso atosiga cuando la somnolencia golpea al deseo, hay que aliarse con ellas y sembrar filiaciones de roble.
Otras dan una probadita del paraíso, asumen el poder milenario del erotismo, algo que es exclusivo de ellas, libres de prejuicios vuelan siendo genuinas, uno se enamora de su locura, regalan su vértigo a quien quiera hacerle cosquillas a su propia muerte.
Las otras dan besos a todos en los labios, la asamblea del traspaso de salivas, con ellas nos regalamos amor a cada momento, sin pensarlo, nos despojamos de nuestra piel para cobijar su desnudez.
Lo mejor es descubrirlas, desenmarañar sus velos, esconderlos en el misterio, seguir su juego sin fingir, ¿quieres acostarte conmigo?, claro, sin dormir, afirmamos.
Tal vez, responden ellas, hay que probar tu sustancia, replican convencidas mientras mascan chicle.