Por Benjamín Cuéllar
Por casi nada llega a cien mil el “poco” de la población salvadoreña detenida en la frontera sur estadounidense. Exactamente fueron 98 690, hombres y mujeres de todas las edades, quienes no pudieron continuar la desesperada huida de esta su tierra en la que ‒utilizando dicho indicador‒ en lugar de mejorar está deteriorándose la realidad de sus habitantes en situación de vulnerabilidad. Es la cifra más alta desde el 2011. La costosa publicidad gubernamental, entonces, ¡a la basura! Allí es donde debe estar considerando semejante número el cual representa casi el 5.7 % de toda la gente que, procedente de diversos países, intentó consumar el mal llamado “sueño americano” entre el primer día de octubre del 2020 y el último de septiembre del 2021. Mal llamado, claro, pues desde hace buen rato los enormes peligros y las abundantes fatalidades que la acechan en el trayecto, junto al riesgo de la devolución inmediata al territorio mexicano o a su país, lo han convertido en una real pesadilla. Además, de lograr ingresar no siempre las condiciones de trabajo y vida son aceptablemente dignas.
México no solo es parte del camino por el que transita la desesperación humana centro, sudamericana y caribeña rumbo al norte continental o ‒en su defecto‒ espacio que la recibe para quedarse; también expulsa personas por las mismas razones que angustian permanentemente a las mayorías populares en Guatemala, Honduras y El Salvador: el hambre que aguantan, la sangre que derraman y la impunidad que propicia eso. De lo reportado desde Estados Unidos por la entidad oficial denominada Aduanas y Protección Fronteriza, en el último año fiscal que cubrió los meses citados fueron detenidas ‒en la mencionada frontera sur de ese país‒ un total de 1 734 686. De estas, 655 594 eran nacidas en suelo mexicano; las mismas constituyen el 37.79 % del dicho total y el 0.54 % de su población según el censo del 2020.
En los países centroamericanos indicados, comenzando por El Salvador, ya se dijo: fueron 98 690 compatriotas que detuvieron durante ese lapso de tiempo; tal cantidad es casi el 5.7 % de ese más del millón setecientos mil seres humanos en fuga. Considerando el estimado hecho este año por la Dirección General de Estadísticas y Censos, con el apoyo de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), nuestro país alberga a 6 325 827 personas; así, pues, las que no pudieron alcanzar el mencionado “sueño americano” en el período examinado casi triplican el porcentaje poblacional al compararlo con el mexicano; el nuestro alcanza el 1.56.
De las tierras chapina y catracha emprendieron la arriesgada travesía hasta tocar las puertas del ansiado “paraíso” ‒sin que se las abrieran y pudieran pasar adelante‒ casi el 1.9 % y el 3.4 %, respectivamente, del total de sus habitantes. Entonces, en esta perversa clasificación porcentual, Honduras ocupa el primer sitio y Guatemala el segundo; luego están El Salvador y México. Numéricamente hablando, de este último es del que huye la mayor cantidad de gente seguido por Honduras, Guatemala y El Salvador.
¡Huye!, no emigra. La gente que opta por lo segundo, abandona su comarca para establecerse por un tiempo o para siempre en otra; la que huye se va sin más ni más del país por miedo insuperable, casi por pánico, para evitar ser asesinada o desaparecida. Y esto último también lo incluyen en lo que llaman “movilidad humana”. Recuerdo que el papa Francisco hace siete años, en el Encuentro mundial de movimientos populares, dijo: “Es curioso cómo en el mundo de las injusticias, abundan los eufemismos. No se dicen las palabras con la contundencia y la realidad se busca en el eufemismo. Una persona, una persona segregada, una persona apartada, una persona que está sufriendo la miseria, el hambre, es una persona en situación de calle. Palabra elegante, ¿no? Ustedes busquen siempre, por ahí me equivoco en alguno, pero en general detrás de un eufemismo hay un delito”.
Considerando lo anterior, resulta que emigrar es el término “políticamente correcto” con el que maquillan el éxodo desesperado al que recurren las mayorías populares en estos cuatro países para escapar de la muerte lenta ‒léase, la falta de oportunidades y sus terribles consecuencias‒ agravada por los efectos de la pandemia; también de la muerte violenta sostenida desde siempre por la peste de “austeridades” estatales que los han desgobernado antes y los desgobiernan ahora. Leyeron bien. Dice “austeridades” por la escasa o nula capacidad estatal para comenzar a superar las causas estructurales que obligan a estos tropeles humanos, en solitario o en “caravanas”, a largarse de sus terruños.