jueves, 2 mayo 2024
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Tierra de valientes

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"Tras treinta años del fin de la guerra, la mamá sufriente y valiente de una adolescente golpeada y forzada a abortar por las fuerzas represivas del oficialismo, le exige a Nayib Bukele la entrega de su hija"

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Por Benjamín Cuéllar Martínez


El 26 de octubre de 1987, hace 35 años, minutos antes de las siete horas cayó abatido a balazos Herbert Anaya Sanabria; entonces dirigía la Comisión de Derechos Humanos de El Salvador (CDHES). Acababa de salir de su vivienda e iba a abordar su vehículo, en un estacionamiento de la populosa colonia donde residía con su familia. Los asesinos estaban esperándolo. Exactamente diecisiete meses atrás, a este luchador indomable lo detuvieron agentes de la Policía de Hacienda sin uniforme, pero fuertemente armados; tras las primeras torturas, físicas y mentales, Herbert permaneció encarcelado hasta el 2 de febrero de 1987. 

Quien fuera un par de años mi condiscípulo en la Facultad de Jurisprudencia y Ciencias Sociales de la Universidad de El Salvador –entonces comprometida, vital y combativa pero hoy secuestrada, distante y sin alma– en algún momento afirmó lo siguiente: “La agonía de no trabajar por la justicia, es más fuerte que la posibilidad cierta de mi muerte; esto último es solo un instante, lo otro constituye la totalidad de mi vida”. De ese tamaño eran sus agallas. Herbert pues, defensor de la dignidad del sufrido pueblo salvadoreño, fue sin duda un valiente.

Marianella García Villas –iniciadora de la misma entidad humanitaria y protagonista heroica de la misma causa– fue capturada, torturada y ejecutada por el ejército salvadoreño a mediados de marzo de 1983; ella también debe considerarse como tal. Antes fue valiente nuestro ahora san Romero de América y después Segundo Montes, cofundador del Socorro Jurídico Cristiano en agosto de 1975 y una década después promotor de la creación del Instituto de Derechos Humanos de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas; fue su primer director de entonces hasta que lo masacraron el 16 de noviembre de 1989. Ocupé esa silla, lo digo con orgullo, durante más de veinte años desde comienzos de 1992. 

Es larga la lista de valientes mujeres y hombres que en nuestro país abrazaron e hicieron razón de su vida el amor más grande del mundo: aquel que, según el evangelista, no tiene igual por ser el de quien entrega la existencia por sus semejantes. Ese inventario es, cierta y penosamente, largo en extremo. Pero también hay otro que quisiera imaginar más corto: el que registra a quienes se arrodillan ante el poder para destilar veneno, de forma abierta o solapada, contra las causas de la verdad y la justicia. Es la nómina de las y los personajes que se instalan en la cómoda y pasiva cobardía o en la activa traición al pueblo agraviado puyando botones desde su curul partidista, asumiendo importantes cargos sin merecerlos, sembrando veneno a través de los micrófonos mediáticos o “pontificando” tediosa y servilmente desde el púlpito.

A estos últimos, Romero les restregó en la cara su hipocresía y falsedad diciéndoles que el “evangelio que no tiene en cuenta los derechos” de las personas y el “cristianismo que no construye la historia de la tierra, no es la auténtica doctrina de Cristo sino simplemente instrumento del poder”. Y lamentó que la Iglesia también hubiese “caído en ese pecado”; según la espiritualidad “auténticamente evangélica, no queremos –dejó claro– ser juguete de los poderes de la tierra sino […] la Iglesia que lleva el evangelio auténtico, valiente, de nuestro Señor Jesucristo, aun cuando fuera necesario morir como Él en una cruz”. Quien tenga oídos para oír, que oiga…

En homenaje a la casta de gente luchadora en medio de esa barbarie, desde hace casi diez años, cada 26 de octubre acá se conmemora oficialmente el Día nacional del defensor y la defensora de derechos humanos. Y es que hacerlo “pecho a tierra” y hasta “poniendo el pecho” cuando se requería, metida en trincheras desventajosas y arriesgadas para enfrentar la sinrazón y el egoísmo, el abuso y la componenda –como tocó hacerlo– no fue nada fácil. No lo fue, sobre todo, para las madres y las abuelas que buscaron a sus familiares detenidas y desaparecidas por la fuerza en medio del terror permanente y extendido que prevaleció en el país, sobre todo durante las décadas de 1970 y 1980. Las madres y las abuelas que aún viven, continúan incansables en esa batalla.

Y la historia se repite. Tras treinta años del fin de la guerra, la mamá de una adolescente golpeada y forzada a abortar por las fuerzas represivas del oficialismo le exige a Nayib Bukele, sufriente y valiente, que le entregue su hija detenida y retenida durante el mentado “régimen de excepción”. Pero, además, lo encara ofreciéndole devuelta las “trescientas monedas” que de nuestros impuestos este le “regaló” ayer. Con esas, hoy, no ha podido ni podrá comprar su silencio; mucho menos, calmar su dolor.

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Benjamín Cuéllar Martínez
Benjamín Cuéllar Martínez
Salvadoreño. Fundador del Laboratorio de Investigación y Acción Social contra la Impunidad, así como de Víctimas Demandantes (VIDAS). Columnista de ContraPunto.

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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