lunes, 2 diciembre 2024
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Por Benjamín Cuéllar Martínez

Al mediodía del 8 de mayo de 1979, las gradas y el atrio de nuestra Catedral metropolitana se tiñeron de rojo y abrazaron los cuerpos sin vida de manifestantes, víctimas de un ataque artero perpetrado por la Policía Nacional. Mucha gente se refugió dentro del templo y varías personas fallecieron desangrándose, pues el cerco tendido a su alrededor fue desmontado hasta el final de la tarde; solo entonces ingresaron las y los socorristas. 13 y 14 de mayo de 1980: el ejército salvadoreño, con la complicidad del hondureño, masacró a cerca de 600 hombres y mujeres sin distinguir edades; semejante atrocidad ocurrió en las orillas y dentro del río Sumpul, en Chalatenango. En ese mismo departamento tuvo lugar, a finales de mayo e inicios de junio de 1982, el operativo militar conocido como “La guinda de mayo”; entonces desaparecieron decenas de niños y niñas, entre las cuales se encontraban las hermanitas Serrano Cruz. Mayos cruentos y dolorosos.

A estos eventos ocurridos hace cuatro décadas y a la guerra, no se llegó de la nada o por casualidad. Sus antecedentes son varios, complejos y añejos. Me atrevería a decir que este país nació jodido y, con el tiempo, hubo quienes lo jodieron más. No me remontaré a 1841 cuando se proclamó Estado soberano cuyo Gobierno sería republicano, popular y representativo. No, aunque hay mucha tela que cortar. Arranquemos desde 1970.

Finalizada la guerra con Honduras, desmontado el Mercado Común Centroamericano y retornada forzadamente nuestra población que habitaba en ese país vecino, las cosas se le complicaron a la dictadura militar guanaca. Surgidos los primeros grupos decididos a impulsar la lucha armada revolucionaria y con el inicio del declive de la alternativa electorera para cambiar una realidad injusta y dolorosa sufrida por las mayorías populares, sobre todo, la soldadesca y sus amos –los dueños de la comarca– les apretaron más el cuello a estas.

Así las cosas, a mayor organización de la gente mayor represión del régimen. Durante la primera mitad de la década de 1970 se fueron incrementando paulatinamente las luchas reivindicativas del pueblo, por un lado, y las violaciones de la dignidad de las personas –por el otro– mediante la persecución de quien el oficialismo considerase “enemigo”, su detención arbitraria y la aplicación de la tortura. Además, se consumaron las masacres campesinas de Chinamequita y La Cayetana en 1974; también la de Tres Calles en junio de 1975. A esta le siguió la barbarie ocurrida un mes después, el 30 de julio, en las calles capitalinas.

En medio de tremendo terror, comenzaron a surgir organismos cuyo objeto fundamental era la defensa irrestricta de los derechos humanos realizada con un enorme compromiso. Esa labor fue atacada por los poderes visibles y ocultos muchas veces a través de plumas pagadas, de mercenarios de la desinformación. Así abonaban el terreno para que afloraran el encarcelamiento, la muerte y la desaparición de quienes la ejercían. El máximo exponente de tan meritoria cruzada, monseñor Óscar Arnulfo Romero, fue difamado al punto de acusarlo –en un impreso derechista– de dirigir grupos terroristas; hasta propusieron exorcizarlo, pues lo dirigían “mentes diabólicas” y lo poseía el “espíritu del mal”. Por eso, el arzobispo lamentaba la existencia de “unos medios de comunicación tan vendidos”; decía que era una lástima “no poder confiar en la noticia del periódico, de la televisión o de la radio” por estar comprados, amañados y no decir la verdad.

En ese marco, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos recomendó a las autoridades estatales tomar “las medidas necesarias” para prevenir que se continuara persiguiendo miembros de la Iglesia católica. La respuesta oficial recibida fue que tal recomendación se basaba en “un hecho que los opositores y adversarios del actual Gobierno de El Salvador, e influidos por ellos algunos inescrupulosos corresponsales de prensa extranjeros, han dado en propalar dentro y fuera del país”.

Hoy la historia se repite. En sus dos últimas columnas, Óscar Martínez Peñate arremete contra defensoras y defensores de derechos humanos. En la del 9 de mayo aseguró que son “mercaderes” convertidos en “representantes de los intereses políticos y económicos anti progreso [sic], sin embargo, se muestran como independientes e imparciales”. Tras ese ofensivo y atrevido “atarrayazo”, mediante el cual me lleva de encuentro, lo emplazo públicamente a que sostenga con pruebas que soy eso que afirma. Yo nunca diría que por sus escritos, plagados de obvios elogios al oficialismo, él es un mercader de la pluma a su servicio pues no tengo cómo demostrarlo. Y le aclaro: soy independiente, sí, pero no imparcial pues estoy del lado de las víctimas; no con sus victimarios.

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Benjamín Cuéllar Martínez
Benjamín Cuéllar Martínez
Salvadoreño. Fundador del Laboratorio de Investigación y Acción Social contra la Impunidad, así como de Víctimas Demandantes (VIDAS). Columnista de ContraPunto.

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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