El 12 de marzo de 1977 acribillaron a un campesino llamado Manuel Solórzano; tenía 72 años de edad. Con él ejecutaron a dos tocayos: el adolescente Nelson Rutilio Lemus y el enorme Rutilio Grande, no solo por su apellido sino por su legado y vigencia. Estas tres víctimas del terrorismo estatal imperante entonces fueron declarados mártires, con la anuencia del papa Francisco, el recién pasado viernes 21 de febrero y van camino a la beatificación. ¿Por qué no puedo dejar de comentar tal decisión pontificia? Pues por la permanencia de su sangriento sacrificio, como denuncia punzante de la impunidad que ha cobijado a sus responsables durante más de cuatro décadas, y por la decisiva influencia del jesuita en mi vida.
Hay una foto: la de un Volkswagen “Safari” con sus dos llantas derechas al aire, detenido a la izquierda en un cerco de alambre de púas, borrosa placa 97-449, con el hombro y el brazo de don Manuel ‒supongo‒ fuera de la ventana zurda del asiento trasero del vehículo; entre este dantesco escenario y lo que aparenta ser un maizal con árboles al fondo… un uniformado miembro de la guardia nacional vigilando.
Y hay unas palabras: las del final de la homilía del padre Grande el 13 de febrero en Apopa, a semanas de su martirio. Entonces habló así: “Manteles largos, mesa común para todos, taburetes para todos. ¡Y Cristo en medio! Él, que no quitó la vida a nadie sino que la ofreció por la más noble causa. Esto es lo que Él dijo: ‘¡Levanten la copa en el brindis del amor por mí! Recordando mi memoria, comprometiéndose en la construcción del Reino, que es la fraternidad de una mesa compartida, la Eucaristía’”.
Y hoy, en memoria del primer jesuita inmolado en El Salvador por su coherencia y consecuencia, recuerdo que en esa prédica pronunció además estas vehementes y valientes palabras: “Ya dijimos que también existe en el país una falsa democracia nominalista. Mucho se habla, la boca se llena de ‘democracia’. El poder del pueblo es el poder de una minoría, no del pueblo. ¡No nos engañemos! Las estadísticas de nuestro pequeño país son pavorosas a nivel de salud, a nivel de cultura, a nivel de criminalidad, a nivel de subsistencia de las mayorías, a nivel de tenencia de la tierra. Todo lo arropamos con una falsa hipocresía y con obras suntuosas. ¡Ay de ustedes hipócritas que del diente al labio se hacen llamar católicos y por dentro son inmundicia de maldad!”.
Con el padre Grande, siempre le nombre así, tuvimos cierta relación. No faltará quien diga: “Mmm…, este está inventando”. Pues no, fue prefecto de disciplina del Externado de San José; ahí estudié de 1960 a 1972. En 1971, tras ser rector del Seminario San José de la Montaña, llegó al colegio que atendía buena parte de la niñez y la juventud de la élite nacional. Entonces, eran frecuentes mis visitas a su despacho entre mis 14 y 15 años de edad, pues decían que era algo “inquieto”.
En agosto me mandó a llamar. Entré a la prefectura y saludé; pregunté por qué estaba ahí si no había hecho nada para ello. Escuché un “sentáte”; luego me consultó si representaría a los alumnos en el acto del 15 de septiembre, como orador ante padres y madres de familia junto al profesorado. Ciertamente me lo sería. “¿Qué pensás decir?”, siguió sonsacador. A esa corta edad le planteé que hablaría de la pobreza y otras injusticias que veía y no me parecían.
Para entonces ya había comenzado a conocer El Salvador profundo, el de “abajo y adentro” aunque estudiara en el de “arriba y de afuera” de la realidad nacional; lo había hecho en ese mundo que llamaban “zonas marginales” siguiendo a mi hermano mayor y a mi profesor de Química: Roberto y el padre José María Cabello, “Cabellito”, respectivamente. “¿Querés ayuda?”, escuché; mi respuesta obvia fue afirmativa. Entonces me entregó algo. “Leélo y después hablamos”, fue su despedida. Al salir, me di cuenta de qué se trataba: eran los documentos de la segunda Conferencia Episcopal Latinoamericana de 1968 realizada en Medellín, tildados como “sediciosos” por muchas voces recalcitrantes.
Eso marcó mi vida, que apenas comenzaba hace ya casi medio siglo. Ya conté algo en esta columna tres años atrás; lo retomo porque me llena de orgullo haber tenido el privilegio de aprender de este jesuita que sí se la jugó en serio y que, por eso, entregó su sangre entre la pobrería. Ser sacerdote como él, lo llevó al martirio. “¡Es peligroso ‒manifestó en Apopa un mes antes‒ ser verdaderamente católico! Prácticamente es ilegal ser cristiano auténtico en nuestro país. Porque necesariamente el mundo que nos rodea está fundado radicalmente en un desorden establecido, ante el cual la mera proclamación del Evangelio es subversiva. ¡Y así tiene que ser, no puede ser de otra manera!”. Esa realidad no ha cambiado más que de forma; en el fondo sigue igual.