Por Benjamín Cuéllar
(En memoria de José Leonidas Bonilla Torres, sindicalista de la Alcaldía de Mejicanos y víctima del régimen de…)
“Acción y efecto de gobernar o gobernarse”, es la primera acepción que aparece en el diccionario al ubicar en este la palabra “gobierno”. Aplicándola a nuestro país, no tengo ninguna duda en sostener que dicha acción ha sido históricamente nefasta y sus efectos –a lo largo del tiempo– igualmente calamitosos para las mayorías populares que lo han habitado. Entre estas se produjo la matanza de decenas de miles de personas hace nueve décadas; son estas las que tuvieron que pagar el costo más elevado de la prolongada, encarnizada y desgraciada guerra finalizada hace tres; y en estas continúan paseándose, hasta la fecha, egoístas y desalmados poderes visibles y ocultos para favorecerse entre sí. El “mal gobierno” ha sido, en serio, la mayor y más dañina “cárcava” nacional; esa que ha propiciado el recurrente hundimiento político, institucional, económico, social y ambiental salvadoreño.
Por eso acá, siempre y hasta ahora, la fatalidad puede sobrevenirles a aquellas en un instante o a pausas. Y los daños que le producen sus perniciosos componentes, en solitario o agrupados, han socavado y socavan el bien común. Cada día que pasa, llueva o no, naufraga más la esperanza en un mar de gente “olvidada”. Esa esperanza que tantas veces y tantas voces le generaron para ilusionarla treinta años atrás, al momento de firmar los acuerdos que acallaron los fusiles; o la que le aseguraron durante la última propaganda electorera que, ¡hoy sí!, se materializaría. Sin embargo, esa población continúa padeciendo las consecuencias del mal común –así lo llamó Ellacuría– en una sociedad marcada por una perversa politiquería que repite y repite mentira tras mentira, que reproduce maldad tras maldad, en su afán por maquillar la insana vileza de quienes se empachan con sus lucrativos beneficios.
Y de esas tramposas prácticas, hay ejemplos como el del poeta y el interrogatorio policial al que lo sometieron el 17 de octubre de 1960. Durante la segunda parte del mismo, que en conjunto duró de las veintidós horas de ese día a más de la una del siguiente, el juez especial de policía acusó a Roque Dalton de haber “manifestado” que el presidente de turno –el teniente coronel José María Lemus– “estaba determinándose por la dictadura”. Antes, en el segmento inicial de la “indagatoria”, un sargento le achacó haber visitado en Chile a un “comunista”: a Pablo Neruda, su colega poeta.
Previamente, ese esbirro del régimen que fue derrocado días después le aseguró a Roque haberlo visto “personalmente repartiendo propaganda, hojas sueltas”, en un mitin. Ello era en ese entonces un intolerable “crimen” solo comparable, guardando las distancias en el tiempo y los avances tecnológicos, con la “siniestra canallada delictiva” consumada por Luis Rivas –alias “El comisionado”– al haber tuiteado hace más de dos semanas una foto comentada y crítica sobre un operativo de seguridad desplegado alrededor de familiares de Nayib Bukele. Con el proceder fiscal y policial al momento de presentar inicialmente a Rivas como presunto imputado por “desacato”, hecho que los romanos tipificaron como delito para defender el “honor del emperador”, seguro no fueron pocas las personas a las que puedan haber atemorizado; ese era uno de los propósitos. Pero, ciertamente, tampoco es poca la gente que se ha emputado.
Para impedir que continúen los abusos y las graves violaciones de derechos humanos que comete el oficialismo hasta alcanzar un riesgoso “punto de no retorno”, hay quienes depositan sus esperanzas en los organismos internacionales de derechos humanos. Pero veamos lo que ocurre no muy lejos. Es sabido que abundan sus condenas contra Daniel Ortega, pero este sigue sin inmutarse. Esas justificadas e indignadas reprobaciones importan y sirven, ¡sí!, pero de apoyo. Sin embargo, mientras no existan vidas fogosas y fuerzas poderosas en lo interno terminan siendo muy poco, casi nada o… nada.
Si pretendemos romper el eterno círculo vicioso, abusivo y perjudicial activado siempre en detrimento de nuestras mayorías populares, la respuesta adecuada no la encontraremos en esos entes ni en el viento pues –como preguntó para la posteridad el gran Dylan– “¿cuántas muertes serán necesarias para ver que ya ha muerto demasiada gente?” La respuesta, entonces, no está ni arriba ni afuera sino abajo y adentro: entre una población organizada que, en lugar de agachar su cabeza, decide ocuparla de la mejor forma para diseñar la ruta más idónea a seguir en función de luchar –creativa y combativamente– hasta alcanzar un porvenir virtuoso.